SIETE MARAVILLAS DE LA VALENCIA ANTIGUA


Todas las ciudades tienen un pasado reciente en forma de recuerdo dentro de cada habitante, de cada viajero, de cada peregrino, de cada alma que la rondó, o buscó posada en sus calles o alivio en sus gentes.
Este recuerdo reciente, tiende a ser arrinconado. Se impone la forma que vemos a diario, y la rutina diluye esos cambios que no son tan sutiles como pensamos, y que en verdad encubre grandes diferencias. Mi recuerdo de Valencia, data de hace veinte años, cuando llegué aquí sin pensar en la tierra, siguiendo el rastro de lo que yo creía fidelidad y amor. Mi arribada, más que triunfal, fue encontronazo con sus habitantes, demasiado indolentes y hechos a su ritmo levantino. El verdadero abrazo lo recibí de esa urbe decadente, imbuida en planes urbanísticos y estrategias antropofágicas que devinieron en lo que hoy podemos contemplar.
Poco a poco, esas calles, esos lugares, aquellas gentes que ya no existen, rompieron mi coraza y se anclaron en mí, no como un recuerdo, sino como la misma existencia, de la que hoy soy deudo y atesoro con orgullo. De aquellos años guardo las siete maravillas de aquella Valencia desgraciadamente irrepetible.

1.- El jardín de la Lonja.

Por supuesto existe. Sigue enclaustrado en las murallas recias de tan insigne monumento, otrora templo de la mercadería valenciana. Sus arriates y fuente son fotografiadas por miles de turistas que la visitan a la semana, embelesados por las retorcidas columnas del recinto y los ricos artesonados de los techos de sus salas. Pero cuando yo lo conocí, apenas lo visitaba nadie, un indolente conserje, te daba acceso al edificio, donde solitario podías perderte, estudiar sus rincones y secretos protegido del ruido exterior por sus imponentes muros. Observado por dragones, brujas, seres fantásticos y libidinosos salidos del cincel y martillo del genio, solía sentarme en el jardincillo, y dejarme atrapar por el chorrillo de su fuente, mientras leía y cuidaba de aquel enigmático ser que dormitaba en el carrito. Allí encontraba la paz, y analizaba mi presente, espantando los miedos de un futuro incierto, que me aguijoneaba feroz. Allí aprendía y al mismo tiempo me escondía a ratos.

2.- La tasca Vorgo.

La plaza redonda absolutamente simétrica, engaña a visitantes ávidos de historia. Sus modernas líneas y circunferencia no admite el sacrilegio de una teja movida, de un parche en su pintura...Todo falso. En los tiempos recientes de los que hablo, sus paredes rezumaban moho y manchas, ventanas desvencijadas de madera mostraban cortinas desiguales moradas, amarillas, persianas improvisadas, ropa tendida, ¡música flamenca! Y en los callejones que le servían de llegada y vomitorios: la tasca Vorgo, oscura como guarida de piratas, minúscula en limpieza y lujo, dotada por contra por el don de la magia de su parroquia, adornada con cuadros, dibujos, y objetos de prestidigitador de basurero. Templo inolvidable donde hacer planes imposibles, imaginar ciudades, o templarle las cuerdas a la vida. Hoy desaparecida, como aquella plaza, que fue, y que existe como guiñapo meritorio de la asepsia de un quirófano, vacía y plana, víctima de la taxidermia urbana que hace las delicias de los visitantes.

3.- La Filmoteca.

Afortunadamente, continúa en el mismo sitio, hace guardia en la plaza del Ayuntamiento, lejanos ya los días, en los que se amenazó con su traslado a esa mierda urbanística llamada ciudad de las artes y las ciencias. Afortunadamente, sobrevivió a aquel impulso de ponzoñosos gobernantes que jamás pisaron sus salas. ¿Cuántas lecciones no he recibido en la Filmoteca? Escuela nocturna, donde por un irrisorio precio accedías a ese templo de conocimiento y belleza. Donde películas de todo el mundo te llevaban de la mano, donde quedabas en la puerta, con cualquier amiga, amigo o conocido, y a través del cine se forjaba una amistad. La plaza del Ayuntamiento de noche, se soltaba el velo, se despojaba de aquella rectitud de las horas de Sol, se olvidaba del tráfico, y se oía el estrépito de su fuente. Y allí, la Filmoteca, con su puerta siempre frecuentada, su hermosa fachada, y sus inextinguibles secretos.

4.- El parque de Gulliver.

El niño jugaba con sus amigos, construía castillos con desechos de basureros, trepaba a los árboles, de los que colgaban restos de sogas desde los que emulaban piratas que suicidas saltaban de palo en palo, en sus delirios de aventuras se colaban en casas semiderruidas en busca de tesoros. Inventaban lugares fantásticos donde esconderse de la realidad.
Muchos años después, lejana la infancia, descubrí el parque de Gulliver, un latigazo eléctrico me recorrió el cuerpo, me sentí niño, de pantalón corto y zapatos gastados, de rodillas arañadas y frente sudorosa. ¡Qué prodigio de parque! Qué suerte las generaciones de niños que habrán recorrido el cuerpo del aventurero gigante desmayado. Con la excusa de acompañar a mi hija, trepo por sus zapatos, recorro sus pantorrillas y me arrojo por el tobogán de su chaqueta. Me enredo en su pelo, corro por su brazo, sonriente de júbilo y felicidad. Y me pregunto: ¿Es tan difícil hacer estas obras? Camina uno por las ciudades y observa los parques donde juegan los niños... Luego mira también los castillos de juego que ofrecen marcas de hamburguesas y entonces te preguntas ¿Dónde están tus gobernantes? Y para quién lo hacen, para quién gobiernan en realidad.

5.- El claustro del Convento del Carmen.

Forma parte de un museo ambiguo, que da la sensación de haberse inventado sobre la marcha, de haberse rellenado con pretextos y obras de segunda. La antigua academia de dibujo San Carlos, y su imponente claustro, perteneciente al convento del Carmen, en la plaza del mismo nombre. En aquellos años cerrado, principiaba su restauración. Y allí estaba yo. Hipnotizado por la hermosa profesión de quién escarba el pasado, en busca de su presente. Extasiado de conocimiento, de tanto saber hacer, observando a los picapedreros, modernos, sustituir gárgolas y hojas de acanto. Trabajando duro, pero sin dejar de aprender, de observar, de disfrutar. Algunas veces lo paseo, recuerdo aquellos días hoy olvidados, me dan ganas de contar a gritos lo que yo vi. Pinturas medievales en las antiguas celdas, lecciones magistrales de arqueología. Trajín y emoción, visiones de palomares escondidos...

6.- El Río.

Cuentan las crónicas para los que como yo no nacieron aquí, que en 1957 hubo una riada tremenda. Que el agua que bajaba de la sierra, fue tanta, que desbordó el cauce antiguo del rio, que murieron muchos, y durante días las calles aledañas fueron cauce y caudal. Otras historias hablan de intencionalidad, de acabar con aquellos pobres que buscaban cobijo bajo los puentes, alojados por el dulce Turia.
Después de aquello hubo un plan para desviar el cauce del río, sacarlo de la ciudad. Así se hizo, y quedó el problema de que hacer con el cauce viejo. Y a alguien, sabio él, se le ocurrió crear un gran jardín, un bosque urbano que hiciera de cinturón a la ciudad, y se convirtiera en recreo de la misma.
Hace veinte años aun se encontraban entre sus árboles rincones casi salvajes, tenía algo de jungla, en los cazadores y presas que allí habitaban, era selvático y enigmático. Hace ya unos años, antes de las diferentes remodelaciones de jardín a pista continua para corredores, ciclistas, paseadores de perros y jugadores de fútbol. Antes de todo lo que vino después.

7.- La Manola.

Nunca, en ninguno de mis viajes, ni ninguna de mis estancias en otras ciudades, conocí un bar como éste. Nunca despropósito mercantil más grande existió en ninguna parte, por eso nunca fue un bar. Fue más bien un hogar, un templo donde se honraba la amistad, donde la hospitalidad fuese credo sin haberlo escrito en ninguna parte. Si aquellos gestores municipales, si aquellos carceleros hubieran siquiera imaginado lo que allí ocurría, esta historia no sería contada, esta maravilla no sería cuantificada en séptimo lugar. Pues aquel tugurio parecía estar fuera de las leyes del tiempo y del orden. Parecía cantina de Isla Tortuga, mesón de la comuna, cuartel general de la irreverencia y la anarquía, bajel de líneas afiladas que envistiera de frente la estulticia y el orden, hermandad descarriada de alforjas vacías de doblones pero rica en manuscritos, en canciones, en el mejor aguardiente con el que brindar por el presente y la muerte del futuro.

Cualquiera puede buscar en sus recuerdos, escribir su ciudad, hozar en su memoria. Esta es la mía, una parte de ella importante, pero no definitiva. Necesaria pero no por ello imprescindible. Inflamable y presta siempre para quemar.

El reverendo Yorick.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Maravillas como las descritas nos salvaban del suicidio en aquella época.