el presidiario

Me he evadido. ¡Ayúdeme!
El hombre permanece semioculto por una gran roca al pie del acantilado, a dos metros escasos de donde rompen las olas con creciente violencia.
De un vistazo, el otro hombre le observa, ocupado al mismo tiempo de no ser derribado por una ola: Está mojado, viste el uniforme de los penados, de eso no hay duda, ha debido de llegar aquí a duras penas, recorriendo el acantilado, los dos kilómetros a los que se encuentran de él, piensa.
El recién llegado porta un cubo donde una docena de cangrejos desesperados se desviven por ascender sus resbaladizas paredes de plástico, se protege de los envites del viento y del agua con un impermeable oscuro, y unas altas botas de goma. En un instante, reacciona, y quitándose el impermeable se lo alcanza al hombre que tiene frente a él. A unos pocos metros un sendero de los muchos que atraviesan y coronan el acantilado arranca, y hacia allí encamina sus pasos seguido del penado. Con pericia comienza a saltar entre las rocas llevando el cubo de cangrejos. El presidiario le sigue atónito, duda por dentro de ese hombre que una vez coronado el precipicio se dirige en dirección al penal. Cuando divisa sus muros en el horizonte se para en seco. El hombre del cubo, con el cuello del abrigo subido se para a su vez, y con voz tranquilizadora informa al presidiario de que su casa está cerca, que si hubiera huido por encima del acantilado la habría divisado enseguida. ¡Pero vendrán a buscarme ahí! Dice el fugado sin dar un paso. No temas, me conocen bien y de mi no sospecharían, puede que vengan a informarme, pero no a buscarte. Además, hoy con la tormenta no empezarán la búsqueda, esta tierra se vuelve resbaladiza y peligrosa y confiarán en que no salgas vivo de aquí… Algo en la mirada del pescador y en sus últimas palabras hacen que el preso se ponga en marcha tras él.
Al poco rato divisa una casa de piedra mimetizada con el paisaje.
El pescador llega ante la puerta y la abre con una gran llave herrumbrosa, en su interior se esta caliente, el fuego dormita en el corazón de un tocón de roble, a sus pies, un perro viejo incorpora la cabeza gruñendo, sus ojos blanquecinos y profundos delatan la ceguera y los años que le pesan. A una voz de su amo se tranquiliza volviendo a dormitar. Quítese esa ropa mojada, y póngase esta, dentro de un rato volveré al acantilado para arrojar sus pantalones enganchados en un madero, la corriente lo arrastrará a la cala del presidio, pensarán que se ha ahogado. Harán algunas preguntas en el pueblo y en las granjas, y en una semana se habrán olvidado de usted.
El pescador, mientras habla, le ofrece ropa limpia y seca, el presidiario le observa mientras se cambia sin decir nada, desconfía de la cercanía de esos muros grises que le robaron la vida durante tantos años. Teme la presencia de ese dominio del terror que es el presidio, imagina la soledad húmeda de su celda en penumbra a esta hora de la tarde y un escalofrío recorre su cuerpo.
Mientras, el pescador trajina en la cocina, los cangrejos ya forman parte de un guiso cuyo olor impregna la casa y que hace desperezarse al perro que olfatea el aire gozoso.
Al poco rato el pescador se acerca al evadido con un vaso de vino en la mano: Tenga, le dice, ahora descanse un poco hasta la hora de la cena, yo voy a salir a deshacerme de su ropa, volveré en un rato.
El evadido asiente con la cabeza, y se sienta en una silla mientras observa a su benefactor enfundarse de nuevo el impermeable y las botas, y con una bolsa en la mano salir de la casa. ¿Quién es este hombre? Se pregunta. Había oído decir muchas veces a los otros presos que la gente de esta tierra era hosca y poco hospitalaria. ¿Qué tendrían que decir ahora? Sin embargo, la cercanía del presidio le sigue poniendo nervioso. En la pequeña casa solo hay un par de ventanucos orientados al suroeste, la silueta del penal se recorta en el horizonte, se ven sus luces mortecinas y el gran faro que corona el edificio central, y que como un gran ojo barre el horizonte en busca de los desgraciados que se atreven a burlar su vigilancia.
La tormenta se ha desatado, y ráfagas de viento y agua se estrellan contra los cristales. ¿Y si no vuelve? Se pregunta de pronto, ¿Y si el pescador cae por el acantilado? Por un momento esta tentado de salir a buscarlo, hasta que se da cuenta de que sus nervios pueden jugarle una mala pasada, ¿adonde va a ir? Se pregunta. Con la tormenta y de noche lo único que le puede pasar es que se mate entre las rocas, o que caiga al mar. El perro le mira sin verle, sus grandes ojos muertos le observan sin despegarse de él. Decide volver a sentarse, y confiar en la pronta llegada de su inesperado amigo, el efecto turbador del vino y el cansancio hace que se duerma profundamente, como no le ocurría en mucho tiempo.

De repente, se siente zarandeado suavemente, abre los ojos, sin saber donde se encontraba, hasta que el rostro amable del pescador le hace recordar todo. Ya está la cena, dice aquel hombre. ¿Cuanto tiempo llevo dormido? le pregunta el evadido. Sobre una hora y media, la tormenta se ha agarrado fuerte y ahí fuera sopla un viento del demonio.
Los dos hombres se sientan a la mesa, cerca del fuego, el pescador le sirve un buen plato de un oloroso guiso de patatas con verduras y cangrejos. Al poco rato de estar comiendo en silencio, el evadido preguntó al pescador: ¿Por qué me ayuda? ¿Por qué se complica la vida haciendo esto? Su mirada de súplica imploraba una respuesta. El pescador se recuesta un poco en la silla, da un trago de vino y después dice: Yo trabajé en el penal durante quince años. El evadido da un respingo, y tiene que hacer un gran esfuerzo para mantener la calma. No se alarme, dice el pescador, de eso hace mucho tiempo. Como le decía trabajé en el penal. Era guardia, temido y odiado por igual por todos los penados. Incluso por los otros guardias diría yo. Mi especialidad era atrapar a los fugados.
El penal es demasiado grande, y al ser una antigua fortaleza esta plagado de pasadizos y galerías, como creo que usted ya sabe. Siempre hubo muchas fugas, el estado ya tenía bastante con reconstruir la ciudad después de la guerra como para invertir dinero en el penal. Todo el que venía aquí podría decir que estaba abandonado de la mano de Dios. Fuera preso, o fuera guardia. Yo siempre salía ha hacer mis batidas en solitario, odiaba a todo el mundo, y no soportaba a los desgraciados lloricas que tenía por compañeros. El perro era mi único amigo. Un día llego un aviso de fuga, vinieron a buscarme a esta casa, que era donde vivía, era mi día libre, pero aquel hombre no era un preso cualquiera. Era un preso político enemigo del estado, los carceleros le tenían especial inquina. Para mí solo era una presa más. Era una noche como esta, una tormenta inmensa azotaba el acantilado, parecía el fin de los tiempos. Yo no tenía temor, me vestí, cogí la escopeta, y junto al perro nos fuimos al penal, en busca del rastro de aquel hombre.
Unas huellas casi imperceptibles se perdían en dirección al acantilado, yo sonreía por dentro, con aquel tiempo sería muy difícil que se me escapara, ya le daría yo un buen escarmiento antes de devolverlo a casa.
Con esta idea en la cabeza comencé a descender por un escarpado sendero, no había duda de que era por allí por donde había bajado, aquel camino con la marea alta no tenía salida, solo el mar embravecido esperaba al final de las rocas. Le vi antes de llegar abajo, se escondía tras una roca y miraba nervioso a todas partes hasta que me vio. Cuando estaba encarándome la escopeta para darle el alto, una ola enorme me golpeó, caí contra las rocas aturdido, y el mar al siguiente envite me engullo. En unos pocos segundos me encontraba a diez o quince metros del acantilado, zarandeado, revolcado, sumergido, y vuelto subir por el mar, ya sabía que no saldría de allí con vida, estaba pensando en abandonarme y acabar cuanto antes cuando una mano fuerte me agarró de la ropa y después alguien paso su brazo por mi pecho y empezó a luchar contra el mar, para acercarnos a las rocas, yo solo veía el brazo, un brazo vestido con una chaqueta de presidiario.
No se cuanto tiempo estuvo ese hombre luchando contra el mar, perdí el conocimiento, y cuando volví en mí, era llevado a cuestas por el sendero lejos del mar. El perro venía a nuestro lado sin soltar ni un ladrido. Al poco rato, estábamos sentados aquí mismo los dos. La vergüenza que yo sentía me impedía hablar, sin embargo aquel hombre se comportaba con total naturalidad, sin ningún rencor, ni ningún tipo de odio, ni soberbia. Preparó de comer una sopa caliente y allí la tomamos juntos. Mi vida según se mirara, o había dejado de tener sentido, o había empezado de nuevo. Esta era la única idea que me rondaba la cabeza.
A los dos días decidí que había empezado de nuevo. El fue el primer presidiario al que ayudé a escapar, desde entonces, mas de siete se han sentado en esa silla donde usted está ahora.
El presidiario le miraba sin decir palabra. ¡Coma hombre! Que se le va ha enfriar, dijo el pescador ¿Quiere un poco más? Negó con la cabeza, aquella historia le había quitado el apetito. Una vez fue testigo de una experiencia parecida, una experiencia de la que nunca se había olvidado: Cuando la propia vida te da una lección contra tu soberbia, tu odio, tu prepotencia.
Gracias por todo, dijo al pescador. No tiene porque darlas, cuando se calmen las cosas le acercaré con la furgoneta hasta la frontera, y le daré una dirección en una ciudad, para que se acerque allí, le ayudarán.
Usted por que no se marcha de este lugar, dijo el evadido, no sé…, donde haya gente, y donde pierda de vista el presidio. El pescador sonrie, mientras recoge la mesa, y de repente dice: No se preocupe por mí, yo ya encontré mi lugar en el mundo.
Afuera, la tormenta descargaba toda su furia contra todo lo que se movía y lo que no.


el reverendo Yorick.

Oficios entrañables del pasado para el futuro. Parte II

La verdad sea dicha, que esta sección estaba algo abandonada. Ver las calles llenas de chatarreros, cartoneros, y mendicantes de todo tipo hacía difícil que encontráramos una profesión perdida en la que fijarnos. Sin embargo, ayer mismo y en la mismísima calle, algo llamo mi atención. En un pequeño bar, mientras tomaba un café mañanero me encontré de bruces con un cartel que colgaba en la pared del local. Un cartel bien grande donde un hombre anunciaba su actividad: Limpiabotas, con especial deferencia hacía los clientes de ese bar.

En realidad, no es de este noble sector empresarial del que quiero hablar, este es de sobra conocido gracias a ese género cinematográfico llamado neorrealismo español, donde niños muertos de hambre y pelagatos de todo tipo lloriqueaban ante la cámara con dos velas de mocos y una fé infinita en su señor, para regocijo de falangistas, sus señoras, y gentes de bien. La visión del cartél, sin embargo, trajo a mi memoria otro oficio, hoy desaparecido que podría volver a estar de actualidad. En realidad, yo personalmente lo desconocía, el consejero mayor de esta sección "el bobo de Koria" fue quién me puso trás su pista, pues sin su aportación documentalista nada de esto estaría ahora aquí escrito. Me refiero a los: "Domadores de zapatos"

Dicho así de sopetón puede parecer algo confuso, pero es cierto que existió semejante actividad, y que no consistía en otra cosa, que utilizar los propios pies como si de hormas se trataran, para evitar rozaduras o ampollas desagradables e incomodas en los pies de esa casta noble, o esa alta burguesía que siempre ha acompañado nuestro devenir en la historia, sin olvidarnos claro está del clero, y su nutrido cuerpo de obispos, cardenales, diáconos, y doscientos nombres más.
No es fácil, no señor, domar un zapato castellano, el experto en tan delicada tarea debe dar la hechura justa al calzado, sin que deformaciones de ningún tipo se marquén en la piel del mismo, de la misma forma ha de poner especial cuidado en no andar con ellos demasiado, sino que su tarea consiste basicamente en sentarse en una silla con los zapatos puestos, mientras mueve insistentemente los pies a fin de que el material ceda, y los delicados pies de su cliente no sufran las incómodas molestias del estreno.

Esta profesión me hace recordar inevitablemente el cuento de la princesa que no podía dormir sobre tres mullidos colchones si bajo ellos se escondía un guisante. ¡Qué delicadeza! Si no es para cogerla y arrojarla por la ventana del castillo directamente sobre las piaras de cerdos.
Hay que ver lo que les llegamos a contar a los niños de pequeños y nos quedamos tan panchos. En fín, que cada cual saque sus propias conclusiones, nosotros seguiremos intentando rescatar profesiones entrañables que sirvan para menguar esos números desorbitados de desocupados y perdidos.

la redacción

¿Y las mujeres?

El siguiente cuento ha sido redactado con motivo del día de la mujer trabajadora, con la esperanza siempre pendiente de que nuestra capacidad para ser libres nos evite ser víctimas de discursos vacíos de contenido.

El despertador sonó a las 7: 15 como todos los días. Agustín lo apagó estirando el brazo y al girarse para desperezarse notó la ausencia del cuerpo de su mujer, Amparo, a su lado. Encendió la luz de la mesilla, y efectivamente ella no estaba allí, la luz del baño estaba apagada y por la puerta tampoco entraba ningún resplandor. Agustín se levantó y recorrió toda la casa en busca de su mujer, pero no la encontró. Álvaro, el hijo de ambos dormía placidamente ajeno a la perplejidad de su padre. Recordaba Agustín que hacía dos noches habían discutido, y que ella lo amenazó con irse a casa de su madre. ¿Lo habría hecho? Se preguntaba confuso, era demasiado temprano para llamar allí, así que optó por ducharse y ponerse en marcha.
Después de la ducha, y asumido ya que llegaría tarde al trabajo al tener que llevar a su hijo al colegio se llevó la segunda sorpresa del día: su ropa no estaba preparada donde siempre, y no parecía tener ninguna camisa planchada, pues todas ellas engrosaban enormemente el respaldo de una silla al lado de la tabla de planchar. Resignado se puso la que menos arrugada le parecía, y después fue a despertar a su hijo. Este, lo primero que hizo fue preguntar por su madre. Tenía Álvaro doce años y las primeras señales de la pubertad ya asomaban a su rostro, su padre le respondió con evasivas, instándole a que se diera prisa en prepararse, aunque él tampoco lo tuvo fácil a la hora de encontrar ropa limpia que ponerse. Después de un frugal desayuno algo caótico, los dos se dirigieron hacía el garaje en busca del coche. Aquél día las camas quedaron sin hacer, y unas tazas y platos sucios se amontonaron en el fondo de la pila.

Cuando llegaron al colegio fue cuando Agustín empezó a preocuparse de veras, pues allí no había ni una sola madre dejando a sus hijos, todos los padres que habían acercado a sus vástagos al colegio tenían poco más o menos el mismo aspecto arrugado que él. Su mente se negaba a aceptar que el hecho de que allí no hubiera ninguna mujer tuviera alguna relación con la desaparición de Amparo, por otro lado, la poca comunicación con esas personas, que parecían estar viviendo la misma experiencia que él, y un tonto individualismo, le impedían preguntar a alguien si todo iba bien.

Nada más dejar a su hijo con la promesa de recogerlo por la tarde, se percató de otro detalle que le inquietó un poco más. En el kiosco y la panadería que habían enfrente del colegio dos ojerosos señores conversaban entre sí, nunca los había visto, pues estos negocios siempre estuvieron regentados por mujeres. Sin aguantar ni un minuto más y alarmado por la sirena de un coche de policía que paso a toda velocidad por la calle, se acerco hasta los comercios para ver si podía enterarse de algo. No le hizo falta acercarse mucho para entender de lo que hablaban los dos hombres. Se estaban contando la desaparición de sus esposas, lo mismo que otro corrillo con el que se cruzó un poco más adelante.
Un malestar empezó a apoderarse de Agustín, que ya no pudo aguantar más y llamó por teléfono a casa de su suegra, esperando que fuera Amparo quién cogiera el teléfono. Pero en lugar de oír su familiar voz, o incluso la de su suegra que lo tranquilizara, el hiriente tono telefónico no hizo sino aumentar su angustia. ¿Es que verdaderamente había desaparecido todas las mujeres?

No era exactamente así, en realidad la desaparición formaba parte de un plan ideado por todas las mujeres del pueblo que pretendían dar un escarmiento a los hombres en general, hartas siempre de oír promesas sobre igualdad, que no se cumplían nunca en cuanto a lo que en trabajo se refería, tareas del hogar, crianza y educación de los hijos, y otras cientos y cientos de situaciones y obligaciones que nunca se compartían, y que siempre acababan asumidas por ellas. Ante este desfase constante, un grupo de ellas había maquinado un plan que tardaron más de dos años en poner en marcha, y que consistía básicamente en fijar un día y una hora determinados y desaparecer del pueblo, para de una manera drástica y durante unos días desequilibrar el buen funcionamiento de la comunidad, y generar un reflexión comunitaria sobre la importancia del colectivo femenino en el equilibrio del pueblo en particular y del mundo en general. Para ello, y en el más absoluto secreto habilitaron un antiguo campo de fútbol que había en los alrededores con la ayuda de las empleadas de limpieza del ayuntamiento que disponían de las llaves del recinto. Así fueron montando un campamento bajo los graderíos que era invisible incluso desde el aire, aprovisionaron el lugar de agua y comida para una semana y silenciosamente y durante la madrugada elegida desaparecieron de sus hogares y se encerraron en aquel viejo estadio a esperar las consecuencias de su decisión.

Mientras tanto en el pueblo el desconcierto se había instalado en todas partes. El gobierno municipal había organizado una asamblea en la plaza del pueblo, sin que por el momento se hiciera ninguna denuncia, aunque en este punto hubo que convencer al sargento de la Guardia Civil que era un poco cerril y hablaba de conspiración, o incluso de intervención extraterrestre. Se enviaron observadores a los pueblos cercanos donde la actividad era totalmente normal, por esa razón la municipalidad decidió no denunciar aquel extraño hecho que estaban viviendo.
Las mujeres por su parte, ya tenían previsto como habrían de actuar, y pasada la hora de la comida, tres de ellas entre las que se encontraba Amparo, que era una de las autoras del plan, llamaron por teléfono al ayuntamiento.

La llamada los pilló a todos por sorpresa, quizás la teoría de una intervención de otro mundo había cobrado fuerza, dado lo insólito de la situación. El alcalde fue requerido, para negociar, por una concejala que formaba parte del trío femenino. El comunicado fue corto, no había exigencias, simplemente se invitaba a todos los hombres del pueblo a experimentar en sus propias carnes como sería la vida sin mujeres, y el porque se había llegado a esa situación. También se les instó a una nueva comunicación al día siguiente. El alcalde tímidamente antes de colgar el teléfono preguntó por su esposa.
Aquella noche, y después de ser informados todos los hombres de que sus mujeres estaban bien, y de cómo había transcurrido la conversación, se retiraron a sus casas, con la intención y la promesa de pensar sobre el asunto, aunque algunos simplemente echaban de menos una compañía a la que se habían acostumbrado demasiado. Agustín le dio muchas vueltas a su relación con Amparo, reconoció para sí mismo la de veces que no daba importancia a lo que ella le decía, se sorprendió de veras de lo egoísta que podía llegar a ser.

Las mujeres por su parte también se hicieron cargo de los inconvenientes que tendría una vida en un mundo habitado solo por ellas, la apretada convivencia en el viejo estadio, provocó algún que otro incidente que fue mermando la ilusión del primer día.

Al cuarto día, y después de una comunicación diaria con los hombres decidieron todos de mutuo acuerdo que ellas volvieran a casa. El asunto había trascendido el secretismo del pueblo, pues era evidente para alguien que viniera de fuera que allí pasaba algo, así que el quinto día, el acordado para la vuelta al pueblo, este amaneció plagado de cámaras de televisión y de periodistas que no se cansaban de llenar horas de infames programas a costa de una realidad de las mujeres en la
sociedad que ellos mismos se encargaban en muchos casos de hacer perdurar.
La alcaldía se comprometió a equilibrar los sueldos de todos sus empleados independientemente de que estos fueran hombres o mujeres, también promovería el acceso de estas a puestos de trabajo más cualificados y a la formación de las amas de casa en actividades propuestas por ellas mismas. Aceptaría del mismo modo la creación de una asamblea de mujeres que mantuviera una comunicación con estas y sus problemas. Los hombres por su parte se comprometían a participar más en la educación de sus hijos y en el reparto de las tareas domésticas. Así como en intentar diluir ese enquistado patriarcado que tanto mal había hecho a lo largo de la historia. Ellas por su parte prometieron paciencia con estos difíciles cambios, sobre todo con el último punto.
A las doce de la mañana del último día, las mujeres del pueblo abandonaron su escondite para acercarse andando hasta el pueblo, donde la impaciencia casi se masticaba. Así acabo aquella historia, esa noche, todos los Agustines del pueblo se reunieron con sus Amparos, acompañados por sus Álvaros, esperanzados todos en empezar de nuevo un mundo que se había prometido tantas y tantas veces y que nunca llegaba.


Rafa Becerra