EL CAGANER


¡Qué tiempos! Los recortes llegan a la Iglesia. No, no los del presupuesto millonario que nuestro Estado les regala tan graciosamente todos los años y pagamos, desgraciadamente, todos los españoles.
Como no les alcanzaba para el mantenimiento del Limbo, lo desmontaron de un plumazo. A sus funcionarios los recolocaron en el Cielo y Purgatorio. De paso, cara a la clientela, cada día más mermada,  daban la sensación de apertura y renovación.
Por si esto fuese poco, el Comercial del Vaticano borra del belén a la mula y el buey y convierte a los Reyes Magos de Oriente en magos andaluces ¡Olé!
Lo que no cuenta el Vaticano son los verdaderos motivos que le han llevado a tomar estas decisiones. La primera es que en el belén no podían coexistir dos cornudos: el buey y san José. Como tampoco dos mulas: el animal híbrido y obcecado y la Virgen que, terca como el animal cuadrúpedo y a pesar de la palmaria evidencia del Niño, seguía manteniendo que era virgen.
La guinda la pone S. S. cuando asegura que los Reyes Magos no eran de Oriente sino de Andalucía y que en vez de oro, incienso y mirra, al Niño le llevaron un jamón de Jabugo, una guitarra y una botella de moriles. Son pequeños cambios para mantener la clientela, aunque sigue -la Iglesia- de espaldas a una realidad que la va desplazando día a día y relegándola al mundo del que viene: la mitología.
¿Estos pequeños pasos la llevarán un día a reconocer que el tinglado que tienen montado es todo una enorme falsa que ya ha durado demasiado tiempo?
Aunque este decisivo paso no lo den nunca, existe en nuestros belenes un personaje que representa el escepticismo y el descreimiento de una forma muy directa, gráfica y patente: EL CAGANER, la figura que con su acto, muy humano, se caga en toda la representación. Amén.

EL BOBO DE KORIA

el fin del mundo


Retrocedamos algunos milenios, por entonces, normalmente, cuando llegaba una fecha redonda se solía vaticinar el fin del mundo. Lógicamente, la peña se cagaba de miedo, y los inventores de religiones y sectas varias, solían hacer caja. los fenómenos meteorológicos, atmosféricos, o los ocurridos más allá de nuestras fronteras planetarias, también se convertían en importantes aliados para los que por entonces manejaban el monopolio del miedo colectivo.

Hoy día, la cosa ha cambiado bastante, se siguen vaticinando finales para el mundo, o llegamos a fechas ya fijadas hace siglos o milenios para tan señalado momento, lo que pasa, es que quitando a los cuatro santurrones de cada lugar, todo el mundo se lo toma a cachondeo.
Estos días, nos acercamos  a otra de esas fechas fatídicas: el 21 de diciembre. Anunciada por los Mayas hace una barbaridad de años. Y aquí estamos, tan tranquilos. Ya nadie se rasga las vestiduras, se arranca los cabellos, o hace sangrantes penitencias, para llegar ante su dios en posición ventajosa. Lo normal es que se monten campañas publicitarias, se repongan películas apocalípticas en la tele, o se organicen fiestas para los supervivientes, en caso de fallar la profecía.
A veces pienso, que es una lástima que no fuera cierta alguna de estas profecías, la cara que se la iba a quedar a más de uno, yo pagaría por verla. Porque está claro, que esto tendrá que acabarse alguna vez, aunque sinceramente dudo mucho de las capacidades adivinatorias de mis vecinos terrestres.
Desde luego, no me negarán que sería un momento para vivirlo, ocurriera como ocurriera, nuestra alma, bien en el paraíso, o bien en el infierno que le tocara, fardaría bastante diciendo: "Yo estuve allí" Sin duda sería la envidia del lugar.

De todas las veces que he oído en mi vida la llegada del fin del mundo, la que recuerdo con más cariño, aunque no se anunciara exactamente como fin del mundo, fue la caída a la Tierra del Skylab, un satélite abandonado que entraría en la atmósfera terrestre, provocando con su caída una catástrofe.
Verán, mi padre compraba "El Caso" y recuerdo aquel número como si hubiera salido ayer. Un dibujo en su portada representaba a unos pobres humanos corriendo, mientras en el cielo enormes trozos metálicos se precipitaban sobre las ciudades. Al final, claro, todo quedo en nada, pero recuerdo lo bien que lo pasamos el día señalado. Mi hermano y yo, teníamos a toda la chiquillería de la calle acojonada mirando hacía el cielo toda la mañana. De vez en cuando gritábamos: ¡Allí! ¡Allí! Señalando hacía arriba y saliendo pitando calle abajo. Los más pequeños acababan llorando cada vez, asustados de presenciar el fin del mundo, que una vez más quedo en decepción, pues los pedazos del Skylab se desintegraron, o como siempre cayeron una parte en el mar, y otra, la más grande, en los bolsillos de los dueños de aquellos tremebundos periódicos.

el reverendo Yorick.