geografía interior

Amaneció nublado aquel día en la sierra del Carnero, los jarales goteaban los restos de algún chaparrón. En una curva unos cazadores subían un jabalí muerto a un Land-Rover.
Habíamos viajado toda la noche, Antonio Abenojar y yo. Desde Madrid hasta un incierto lugar perdido entre Extremadura y Castilla La Mancha. Antonio era de esta tierra. Habíamos pasado un año juntos cumpliendo el servicio militar, y ahora al licenciarnos, él me ofreció acompañarlo en este viaje para traer la furgoneta (que yo conducía) y que Antonio había comprado por encargo de su padre.
Pero este viaje, que al principio se presentaba como una aventura más de fin de semana, alocada e imprevisible, como había sido tantas veces en Madrid, empezaba a tomar un cariz extraño y nuevo a la vez. Ya por la mañana, al parar en Puertollano, Abenojar visitó a su novia, una muchacha de ojos grandes y mirada triste, pelo largo y negro y de altura mediana. Me saludó sin emoción alguna, y hacía esfuerzos para hablar con Antonio en privado. Fui a dar una vuelta por el pueblo mientras ellos hablaban de sus cosas, luego en el coche cuando continuábamos el viaje a la sierra donde los padres de Antonio trabajaban de guardeses en una finca, mi compañero me contó que su novia estaba embarazada. Qué le podía decir yo, ni siquiera tenía novia, y estaba como quien dice empezando a arrimarme a las mujeres.
Mis sentimientos se revolvían inquietos entre los montes que nos rodeaban. Antonio abrió los ojos y sin mirarme dijo: -Becerra, estamos llegando. Coge a la derecha en el próximo cruce.- Le obedecí reduciendo la velocidad y nos metimos por una pista llena de baches que serpenteaba monte arriba.
Se desperezaba Antonio Abenojar a mi lado, yo lo miraba de reojo aturdido por el cambio en nuestra relación y casi deseaba llegar donde su familia para poder refugiarme un poco entre otras personas. Por otro lado, el paisaje me atraía como un imán ¡Cómo olía el monte! En las pocas veces en mi vida que había visitado sierras como esta me sentía tan vivo, tan integrado, notaba como despertaban mis sentidos y siempre me decía a mi mismo lo que desearía vivir en un sitio así (Ahora, veintitrés años después, escribo este relato al pie de la chimenea de mi casa perdida en un invierno sin fin y en un bosque semisalvaje)
La casa me gustó desde el principio, era de piedra, de una sola planta y no se parecía en nada a las casas que yo estaba habituado a ver. Para un profano como yo en arquitectura rural, la vivienda se me presentaba antiquísima sin darme cuenta entonces que en los montes los pastores utilizaban en la construcción de sus casas y refugios los materiales de que disponían, esto es, piedra y madera, y que una capa de hongos invernales en la piedra haría envejecer a cualquier construcción levantada anteayer. Por dentro era rectangular con una sola habitación separada, en el resto del espacio una cocina de leña en una pared lateral, un fregadero de piedra a continuación y en la pared de enfrente una enorme chimenea con una campana a dos metros del suelo, y alrededor del fuego y colgados del techo, jamones, chorizos y tocinos. Yo estaba francamente emocionado, lo había leído mil veces, pero era la primera vez que veía algo así. El encanto de la familia de mi amigo hizo el resto. Por unas horas los pensamientos sombríos que me acosaban por la mañana desaparecieron. El cansancio y la falta de sueño también, las sonrisas se dejaron ver de nuevo, contagiados por Antonio Abenojar padre, Elisa, su madre, y Miguel su hermano pequeño, que andaría por los once años.
Después de desayunar unas tiras de tocino asadas, unas cortadas de queso y un vaso colmado de vino, el padre de Antonio me invitó a acompañarle a pastorear las cabras, yo acepté encantado, sus hijos quedaron en la casa, partiendo y colocando la leña. Enseguida intimamos los dos, yo le conté que cuando era pequeño, de la edad de Miguel, en el pueblo acompañaba a mis primos mayores cuando sacaban sus rebaños de cabras, y él enseguida me dijo que necesitaba un ayudante, que pagaba un buen sueldo y que si no estaría yo interesado ¡que oportunidad! Me decía yo. Hoy en día pienso que si me lo hubieran ofrecido diez años más tarde hubiera aceptado sin dudar. Amablemente le dije que no, quería volver a Madrid y empezar a trabajar, la idea de vivir en una ciudad tan grande yo solo me cautivaba.
Pasamos toda la mañana y parte de la tarde por los montes. El padre de mi amigo me enseñó la finca, en las temporadas de caza era cuando solían venir los dueños y sus amigos por aquí. Tenían una casa de fábrica moderna, como un palacete, ni que decir tiene que no me atrajo en absoluto, después de haber estado en casa de mis amigos.
Cuando volvimos a la casa encontré a Abenojar más animado y nos recibió con muy buen humor, su hermano Miguel, no se separaba de mí un segundo y no paraba de hablarme de sus cosas. Aquella noche cenamos todos alrededor del fuego, nos reímos mucho, Antonio y yo contábamos anécdotas de la mili y del año que pasamos juntos. Elisa, preparó unas camas en la sala. Sus padres se fueron temprano a dormir y Miguel también, al día siguiente tenían que llevarme a Puertollano para coger el autocar que me devolviera a Madrid.
Abenojar y yo salimos un rato fuera de la casa, el cielo estaba despejado y las estrellas brillaban con rabia. Nos sentamos en un tronco y empezamos a hablar de nuestros proyectos. Sin saberlo aun estabamos asistiendo a la última vez que estuviéramos solos los dos.
A la mañana siguiente, después de desayunar y despedirme de Elisa, nos dirigimos de nuevo a Puertollano. Abenojar, su padre, Miguel y yo. No hablamos mucho durante el viaje, la sierra se escapaba tras nosotros, las cumbres se fueron alisando y el terreno despejando. Miguel era el que peor disimulaba la tristeza del momento, los demás y sobre todo mi amigo y yo mirábamos absortos por las ventanillas, seguramente los dos deseando que acabara ese momento.
Cuando por fin el autobús arrancaba nos dijimos adiós por última vez a través de los cristales, y entonces fue cuando me rompí y lloré. Me sentía perdido entre una treintena de viajeros que miraban felices y risueños la película. Yo llevaba apoyada en mis piernas una bolsa con unos bocadillos que había preparado Elisa para mí, llevaba mis manos encima y notaba que a cada metro que avanzaba el autocar me alejaba para siempre de unas personas que me habían acogido como una familia. Abenojar y yo nos hicimos vagas promesas de escribirnos, quizás los dos sabíamos que de hacerlo, no iría más allá de un par de cartas, que la vida de cada uno continuaría, nuestro año de mili había acabado, Antonio volvía a su antigua vida y yo empezaba una nueva, pronto no seríamos más que un recuerdo y un rostro en una fotografía.

Los viajes en autocar pueden ser rápidos o lentos, según como se lo tome cada persona, en aquella ocasión mi viaje fue lento, a pesar de no durar nueve horas como cuando iba a Sevilla a ver a mi familia. Entramos en Madrid por la Nacional V. Yo vivía en Campamento y el conductor me dijo que hacía parada allí. Al llegar me despedí cortésmente de mi vecino de butaca y del conductor. Solo baje yo, con una pequeña mochila y la bolsa de los bocadillos. Me quede mirando el autocar mientras se alejaba por el paseo de Extremadura. Los pocos vínculos que me unían a mi pasado más reciente desaparecían. Ese autocar me traía de un lugar amigo y por unas horas se convirtió en un refugio. Ahora lo veía alejarse y me sentía desvalido, me aferraba a la bolsa mientras caminaba en dirección a mi casa. El ambiente de una tarde de domingo aburrido me recibió, a través de las ventanas se veían televisores encendidos, no había apenas tráfico y la gente paseaba mirando escaparates enrejados. Mi casa, estaba fría, había ropa revuelta encima de la cama, donde hice la mochila el viernes. Mi compañero de piso no venía hasta mañana, intenté leer pero no me concentraba, miraba los generosos bocadillos de jamón y queso que no podía comer, un nudo de congoja me apretaba la garganta.
Estuve así dos días, poco a poco el ritmo de la ciudad y de mi nuevo trabajo me absorbió, al queso casero hecho en la sierra del Carnero, al segundo día le aparecieron unos pequeños gusanos y a punto estuve de comérmelo de rabia. Después lo pensé mejor, con la rabia apaciguada tiré los bocadillos a la basura, puse la tapa al cubo y apagué la luz de la cocina cuando salí.

Nunca olvidé esos bocadillos, permanecieron en mi memoria como un amargo recuerdo. De algún modo siempre intuí, que aquella era una parada del tren de la vida donde podía haber bajado y no lo hice.


Rafael Becerra

reflexiones apocalípticas

Llego el momento, se impone encerrarse en casa, desconectar el teléfono, desenchufar aparatos de televisión y radio y reunir a toda la familia en el salón. Llegados a este punto, entenderemos que ya nadie puede hacer nada por nosotros, que estamos abandonados, desvalidos, desprotegidos. Por primera vez en nuestra vida nos enfrentamos a la realidad. A partir de ahora, no volveremos a sentirnos protegidos por un engaño, a partir de ahora, todas las decisiones tomadas, afectaran directamente a nuestra supervivencia, para bien o para mal. Desde este momento, la sensación de invalidez, nos inundará de congoja. Dentro de diez minutos abriremos la puerta, y entraremos de lleno en la vida. Las prioridades son tantas, que uno no sabe por donde empezar, aunque como una luz roja, parpadea en nuestro cerebro dos palabras: comida y agua. Una primera respuesta mental, nos sitúa en la tienda de la esquina, como todos los días anteriores, era el suministrador principal de nuestros alimentos. Pero… esa opción ya no es posible, ahora, la realidad es buscar comida, no buscar dinero canjeable por comida. Sino, apañárnosla para conseguir alimentos, en suficiente cantidad para que nuestras necesidades fisiológicas sean atendidas. ¿Dónde se busca comida, en una ciudad cuyo final se pierde con creces tras el horizonte? En estos primeros días, respondiendo a la idea de un almacenamiento caótico, el problema puede estar resuelto, pero, y después, la semana que viene, el próximo mes. Todos los mercados y tiendas, quedarán pronto totalmente desabastecidos, puede que pronto, tampoco haya suministro eléctrico, y el agua deje de aparecer por los grifos. La única opción que tenemos es no dejarnos arrastrar por el pánico. Eso es lo que ocurre en la calle ahora mismo, el tumulto se oye claramente desde este 8 piso. Gritos, pitadas de coches, completamente atascados en la calle, sirenas… el fin. No serán días fáciles, los que vivamos a partir de ahora, nuestras posibilidades de sobrevivir, son pocas, y nuestra marcha lenta, lastrada por nuestras circunstancias, nuestra propia raza será nuestro peor enemigo, llevada por la desesperación, y pronto la ley del más fuerte tomará la calle.

Es fundamental, tomar una decisión. Y sobre todo, intentar adaptarnos lo más pronto posible, a esta nueva vida, el retroceso experimentado por nuestra existencia puede suponer una vuelta en el tiempo de cuatro, o cinco siglos, todos nuestros bienes dejarán de tener sentido. La muerte planea tan cercana, que más vale que nos vayamos preparando para lo que nos queda por ver. A partir de ahora, la realidad superará siempre a la ficción y cualquier atisbo de futuro deja de existir…………

de la demencia

dando manotadas al aire
pisando cuerpos caídos que son inmunes al dolor
se desemboca en el presente
tan oscuro como la sangre coagulada
que se derramó una vez
y permanece endurecida en la baldosa

un cotidiano de negación rodea a la criatura
apretando de congoja sus pulmones enfermos
las bolsas repletas de piedras
cuelgan en los cinturones
¿Quién osa aguantar mi mirada?
parecen decir todos
siente pertenecer a un combate
en el que no ha pedido entrar
y del que no puede salir
ni cerrando los ojos escapa de su presencia
y esas palabras le hieren como cuchillo herrumbroso
al tiempo que las hojas se desprenden
se deteriora la resistencia solitaria
nunca se está preparado para el invierno
ni para las avalanchas matinales
una misiva recorre miles de kilómetros
con su contenido intacto
así la historia reflejada en un papel
permanece oculta e ignorada a través de la estepa
¿Qué no basta con la vida de uno mismo?
el manto frío de la realidad arropa a los insensatos
que errantes vagan por el interior de si mismos
con la mirada congelada y un rosario de lágrimas de hielo
el fuego ya se apagó y trae la angustia consigo
corre detrás de la tormenta!
esperando que prometeo conceda una segunda oportunidad
como en una lotería demencial
donde el premio sea la extinción voluntaria
que alimente la máquina de guardar nombres



yorick

guarros...somos todos

Las calles aparecen cubiertas de despojos. Los chiquillos juegan en medio de la inmundicia. Los perros rebuscan, rompiendo las bolsas con sus dientes.
Los comentarios sobre los poblados marginales siempre son los mismos: -A los gitanos les gusta vivir así- A los rumanos resulta que también. –Que se los lleven de aquí- Cuando estos poblados marginales rozan algún pueblo o barrio de alguna ciudad. Los vecinos se manifiestan: ¡Fuera de aquí! Es el lema que más corean
En muy pocas ocasiones se opta por la integración. La solución que los municipios creen es la más sencilla es el dinero. Les dan dinero para que se vayan, les da igual donde, lo importante es que se vayan. Así creen que acaban con la basura.

Pensamos ser muy cívicos por echar la basura en un contenedor. Sacándola de nuestras casas. Eso es lo fundamental, sacarla de nuestras casas. Si no existiera servicio de recogida, también la amontonaríamos en la calle, en cualquier solar, lo más alejado posible de nosotros.
No es nada extraño en las ciudades ver la basura en cualquier parte. Si colocan un contendor para la recogida de escombros de una obra, a la mañana siguiente aparecerá en su cuarta parte llena de bolsas de basura, muebles viejos, o cualquier otro desperdicio, mientras a 20 metros el contenedor habitual, ese día solo se llenará hasta la mitad. Tampoco es raro ver caer bolsas de basura desde la altura de una vivienda, a solares que permanecen vacíos durante años en espera del beneficio especulador de sus dueños. ¿A que esa falsedad entonces? Todos somos iguales.
Hace un mes hubo una huelga de basureros en el pueblo donde vivo, dos semanas, los montones de desperdicios desbordaban los contenedores al tercer día en varios metros alrededor. ¿Qué hace la población? Simplemente sacan la basura de sus casas. ¿Les importa mucho la salubridad de la vía pública? En esos días fui a tirar el papel al contenedor de reciclaje, que curiosamente estaba vacío, sin embargo, alrededor de los contenedores, mezcladas con las bolsas de basura, muebles, plásticos y demás, había más de cien cajas de cartón que aumentaban considerablemente el perímetro de la acumulación de desperdicios. ¿No es esto otra muestra más de que todos hacemos lo mismo? Alguien podría argumentar que esto solo ocurre en barrios desfavorecidos, pero eso no es verdad, no es el caso del lugar donde vivo. Creo, además, que esta demostrado que cuanto mayor poder adquisitivo tienen las personas más se alejan de la realidad y de sus congéneres de a pie. Estoy aburrido, por ejemplo, de que cuando voy en carretera conduciendo, ser adelantado por vehículos cuyo valor no baja de 25.000 Ecus, y que sus conductores, sin ningún remordimiento arrojen las colillas por la ventanilla para no ensuciar el cenicero, que si por si alguien no lo sabe, se trata de una cajita extraíble destinadaza a almacenar colillas, cenizas, chicles y otros desperdicios que se generan durante la conducción, y cuyo vaciado debe hacerse en un cubo de basura, y no en el aparcamiento del área de descanso de la carretera. Nuestro espeso egoísmo, nos lleva a convertirnos en seres bastante guarros, la verdad, pero somos todos, pensar que en un poblado de chabolas lo son más, solo es marcar las diferencias. Por cierto, que los gitanos, marroquíes, turcos, rumanos y en general todos los pueblos desfavorecidos de la tierra, no van al Everest a practicar escalada. ¿Quién ha dejado allí las toneladas de basura que hay?
La realidad de todo esto, es que nos importa bien poco lo que ocurra con nuestra basura, mientras esté bien lejos de nosotros, la cosa es, que de seguir así, algún día acabará entrando por la ventana.



El reverendo Yorick.

el trabajo de su vida

Por primera vez en veinte años sintió que las cosas empezaban a cambiar. Y quién lo diría, por un trabajo. Hasta entonces, durante esos veinte años, su trayectoria laboral, había caminado siempre de mal en peor, erráticamente, agarrándose a cualquier trabajo que se presentara. Así, de contrato en contrato, de paro en paro, y de trabajos en negro en trabajos en negro. Veinte años. Cada ocasión en que arrastrado por la búsqueda de un nuevo empleo tenía que sentarse ante la máquina de escribir a componer un currículo, nunca sabía por donde empezar, nunca mentía, no hacía falta, hubiera sido descubierto de inmediato, pues siempre pensó que para mentir hay que valer. El problema era como componer una hoja de papel que le abriera la puerta de un trabajo, unos meses con sueldo, ¡joder! Poder ir pagando la casa, respirar un poco a fin de mes, y todo dependiendo de una maldita hoja de papel, llena de nombres y fechas, que de ningún modo avalaría todo su saber hacer, sus capacidades, sus aptitudes…
Esta vez, todo era diferente. Estaba parado, y en ese tiempo fue reclamado por la oficina de empleo para realizar un curso. Le habían llamado un millón de veces, para los malditos cursos. Hace años hizo uno de electricista de viviendas, jamás trabajó de electricista. Desde entonces, siempre encontraba una excusa para no hacer cursos, y funcionaba. Pero en aquella ocasión, la cosa era diferente, el curso estaba orientado a ingenieros, ¿como había llegado él a aquella selección? Cualquiera sabe. Lo cierto es que un par de años antes había trabajado de dibujante, en otra ciudad, atesoraba todos los contratos y certificados y se guardaba bien de que constara en su ficha de la oficina del paro. Seguramente el ordenador le había identificado como candidato al curso y así, sin hacerse muchas ilusiones acudió a la presentación.

Ante su sorpresa, le admitieron, y ante su sorpresa también, el curso prometía, tenía posibilidades, sabiéndose mover claro, aunque esto último siempre se le dio bien. Tres meses estuvo en la academia, al principio, todo le sonaba a chino, poco a poco, tenazmente fue comprendiendo, queriendo saber más, y aprendiendo todo cuanto pudo. Su profesor le alentaba, sorprendido quizás, de la presencia de aquel hombre allí, entre ingenieros y licenciados se desenvolvía perfectamente un obrero, un buscavidas. Era el de mayor edad del aula, pero también el más despierto.
Cuando termino su enseñanza, se puso manos a la obra. Esta vez el currículo no le supuso los quebraderos de cabeza de otras ocasiones. Tenía claro donde debía acudir. Cogió la guía de teléfonos y preparó una lista exhaustiva de todas las empresas donde pudieran estar interesados en alguien como él. Sabía por otro lado que la falta de título universitario era un obstáculo complicado en un país que padece titulitis, pero no estaba dispuesto a desanimarse.

Y ahí estaba el resultado. A los dos meses trabajaba en una oficina, delante de un ordenador. Las primeras semanas fueron agotadoras, tenía que aprender mil cosas, para poder desarrollar su trabajo y se puso manos a la obra plenamente. Merecía la pena, de repente no tendría que estar en invierno mojándose y en verano asándose de calor en cualquier obra, no llevaba funda ni pesadas botas de seguridad y empezaba a pensar que su opinión era tenida en cuenta. Se equivocó.
El estigma de obrero le perseguía, ¿como podría pensar?, iluso de él, que tendría alguna posibilidad de que cualquier idea que tuviera pudiera ser tenida en cuenta. Como decía antes, la “TITULITIS” es un grave padecimiento en nuestros tiempos. Siempre había sido consciente de este hecho, había leído muchos libros, tenía la rara afición de escribir, había acudido a congresos, incluso se matriculo en la universidad, aunque decepcionado la abandonó, y siempre en todas partes había oído la pregunta. Cuando manifestaba su opinión de algún tema, en alguna conversación, aparecía por allí la pregunta, como un mecanismo defensa, el interlocutor que veía sus argumentos desarmados por el análisis enseguida se refugiaba en la pregunta que sabía le daba cobijo y autoridad:- ¿Y tú que has estudiado? – Nada. De esa forma se zanjaba el asunto unos tienen las paredes enfermas de diplomas y el cerebro vacío y otros tienen lo contrario pero no tienen el aval que les presente como pensadores o estudiosos.
Muy pronto estas diferencias se mostraron en su trabajo, todo lo que hacía era puesto en duda, repasado y revisado un millón de veces, para en la mayoría de ocasiones cambiar un detalle mínimo, que demostrara sutilmente quién mandaba allí. Su jefa, más joven que él, no perdía ocasión para reafirmarse y poco a poco convertir al plebeyo que quiso ser ingeniero en un oscuro oficinista cuyo efímero reino fue menguando hasta quedar pegado al rincón de la fotocopiadora. Poco a poco, la animosidad que demostró al principio se fue apagando, los días se convirtieron en callejones sin salida donde cumplir una condena, y en su mente se empezó a fraguar la forma de salir de allí, mientras ella parecía ajena al cambio, y seguía, cada vez con más ahínco pidiéndole cuentas de todo, como si él fuera capaz de leer su mente dispersa.
Un día en que acudía a trabajar, con el ánimo por el suelo, se encontró de frente con un equipo de trabajadores que colocaban cable óptico por las fachadas, al final de la calle, otros obreros abrían una zanja con el mismo propósito, sin dudarlo un momento les abordó preguntando por la empresa para la que trabajaban, el sueldo que cobraban y las condiciones de trabajo. Aquel día no fue a trabajar. Cuando llegó su jefa, extrañada le llamo por teléfono, solo lo intentó una vez más. Ninguno de los dos volvió a saber nada del otro. El volvió a la calle, con una funda y unas pesadas botas de seguridad, pero feliz, se reía con los compañeros que haciéndole bromas le llamaban el ingeniero…el ingeniero del pico y la pala. De esa forma fue recuperando el ánimo.
Un día en que abría una zanja con el martillo compresor un coche paró delante de los obreros, era ella su antigua jefa, el se había quitado un momento la protección acústica y las gafas de seguridad para limpiarse el sudor, se quedó helado, por un segundo se miraron los dos, solo un segundo, al instante el se colocó los auriculares, las gafas y el casco, agarró el martillo con las dos manos y siguió perforando, el coche empezó a alejarse despacio conducido por una joven con la mirada perdida.


El reverendo Yorick.