Nuestra
derrota fue sencilla. Diabólicamente sencilla. En cuestión de pocos
meses firmamos la rendición diezmados por las deserciones, la
enfermedad, la muerte y la locura. No hizo falta echar mano de bombas
temibles y devastadoras, todo fue mucho más fácil. Un golpe
maestro, algo que no habíamos previsto hacía 14 meses, cuando
empezó nuestra revuelta y pusimos al mundo contra las cuerdas.
Tuvimos
a oligarcas y gobiernos a punto de caer en muy poco tiempo, tuvimos
los sueños, las utopías a punto de hacerse realidad. Nuestra
organización funcionaba como un reloj, los desencuentros eran
mínimos y poco a poco encajaban en el nuevo mundo, el que acabaría
con el hambre, la ignorancia, con la desidia, las desigualdades.
Estábamos a punto de materializar una historia nueva, no tan
distinta de la que llevábamos siglos inventando y soñando,
improvisada en muchos aspectos, pero dando pasos seguros, gracias a
nuestra arma secreta: habíamos conseguido una participación masiva,
las clases medias, la burguesía, todos perdían su nombre y clamaban
por un cambio revolucionario en la gestión del planeta, dejaríamos
atrás todo y todo significaba el sentido de países y fronteras,
propiedad privada, etc, todo era el deseo común de una nueva vida
mejor para la humanidad.
Y
entonces llegó el fin.
Los
amos del planeta pusieron en marcha su plan y acabaron con nuestros
sueños y nuestras posibilidades.
Un
día cerraron los laboratorios farmacéuticos, quemaron almacenes,
desaparecieron las fórmulas y las fábricas donde estas eran
materializadas. Los hospitales fueron desprovistos, pusieron tanto
empeño que hasta el mercado negro dejó de funcionar y era imposible
encontrar una mísera aspirina. En pocas semanas se agotaron las
pastillas que cualquiera tuviera en casa, y entonces comenzó el
caos.
Nos
habían drogado durante toda la vida, desde niños, pastillas para
todo y para todos, medicamentos de cualquier tipo que nuestro
organismo asimilaba creando una lenta pero efectiva dependencia.
Desapareció cualquier cosa básica, desde anti-inflamatorios hasta
insulina, desde anestesia hasta un simple bote de agua oxigenada.
He
visto gente desnutrida, cuya alimentación precaria e insalubre,
haría vomitar a una cabra, arrancarse los pelos por no tomar su
pastilla, su droga. Éramos una población yonqui, totalmente
dependiente de los caprichos de sus camellos, y estos estaban muy
cabreados.
Médicos
y científicos afines a nosotros se dejaban la vida, intentando que
el desastre no nos hundiera, pero estábamos demasiado enganchados.
Comenzaron las deserciones, las muertes, los asesinatos, las
denuncias. Nuestras propias armas se volvieron contra nosotros y en
poco tiempo el enemigo nos barrió del mapa.
Ahora,
podríamos decir que todo ha vuelto a la normalidad de antes, ni
siquiera hizo falta aplicar una represión brutal. La dosis diaria de
medicamentos fue restablecida, y solo los teóricos y cabecillas de
la revuelta fuimos quitados de en medio, sin juicios públicos, sin
ruido.
Entonces,
nuevas y agresivas líneas de fármacos fueron lanzados a la calle de
forma gratuita, poco a poco, los depresivos, los doloridos, los
hartos, los rendidos, fueron cayendo en sus garras, hasta el índice
de criminalidad bajó.
Concentraron
sus esfuerzos en buscar nuevos modos de someter a la población
mediante tecnología de entretenimiento gratuita, inventaron nuevos
juegos y deportes, triplicaron su oferta televisiva plagada de
mensajes felices y nacionalizaron e sufrimiento ensalzando de paso la
mediocridad. En cinco años transformaron definitivamente la sociedad
mundial, que rendida y agradecida ovacionaba a sus líderes, aquellos
que públicamente rompían sus vestiduras por sus pueblos.
Nosotros
fuimos la última revolución, la última guerra llamada a cambiar el
curso de la historia, paradójicamente lo hicimos, pero para
hundirnos mucho más en el profundo pozo de nuestra miseria.
el reverendo Yorick.
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