Un lugar en la línea del Sol
Pienso que a estas alturas
nadie puede poner en discusión que la mujer, a lo largo de la historia[1], ha
desempeñado un papel subalterno y ha estado sometida a una múltiple explotación
(que ésta sea doble o triple, o incluso mayor, no modifica los planteamientos
de mi estudio). Ahora bien, para la mejor comprensión del problema que se nos
plantea[2], creo
necesario distinguir los diferentes planos de la explotación, estrechamente
vinculados entre sí, pero que responden a instancias diversas.
En mi opinión, esta múltiple
explotación a la que antes aludíamos deberíamos descomponerla y analizarla en
sus diversas partes. Por un lado la explotación económica, por otro la
explotación jerárquica y por último la explotación social[3].
Probablemente las diferencias
biológicas que separan a los hombres de las mujeres y que hace a ésta mucho más
vulnerable en determinados períodos de su vida, fueron la causa de la primera
división de tareas como mecanismo de preservación de la especie. Ahora bien,
¿por qué continuó esta división de tareas entre el hombre y la mujer cuando
desaparecieron las causas que la provocaron, perpetuando la subordinación de la
mujer respecto al hombre y elevando a la categoría de ideología esta
diferenciación biológica? Conviene señalar de todos modos que éste no es el
único caso en que una diferencia biológica es elevada a la categoría de
ideología. También lo han sido el color de la piel, la diferencia de edad (o
mejor dicho, los diferentes estadios que un ser humano atraviesa desde su cuna
a la tumba), etc.
El surgimiento del poder,
separado de la sociedad fue, con toda probabilidad, el primer paso para
perpetuar esta subordinación de la mujer, y dado que el hombre era el que
estaba mejor situado para darlo, fue él sin duda el que lo dio. Una vez
establecido el poder, los mecanismos que posibilitaran su perpetuación se irían
instituyendo progresivamente a medida que fueran mostrando su eficacia. Dos de
estos mecanismos principalmente demostraron su eficacia: la propiedad privada y
la familia. La organización social fue desarrollándose basada en estos dos
pilares y la autoridad se legitimó precisamente para asegurar su defensa.
¿Cabría pensar que hubo
resistencia por parte de la mujer para defenderse del papel que se le había
otorgado en este proyecto? Es lo más probable; al igual que debieron haber
grupos de hombres que también se opondrían a estos designios. Pero el fracaso
de esta resistencia obligó a todos a aceptar los hechos consumados y a tratar
de sacar el mejor partido de este tipo de organización social. La mujer
desarrolló sus propias armas de defensa ante una situación que en el mejor de
los casos se le presentaba poco favorable.
Lo que he venido diciendo no
es otra cosa que hipótesis más o menos plausibles. Todo podría haber sucedido
de cualquier otro modo; pero el resultado que conocemos seguiría siendo el
mismo. Los tiempos históricos nos presentan sociedades autoritarias,
jerárquicamente organizadas, basadas en la propiedad y en las cuales la mujer —independientemente
de la clase a la que pertenezca— ocupa un lugar subordinado.
De todos modos existen
indicios que demuestran que la mujer acabó resignándose a ejercer ese papel
subalterno en el seno de la familia y en la organización social. Hasta hace
bien poco —en términos relativos, claro está— la educación de los hijos —especialmente
entre las clases bajas— estuvo al cuidado de la mujer, ¿por qué entonces no
trató de inculcar a sus hijos una educación diferente? ¿Por qué se empeñó en
servir de correa de trasmisión de la cultura dominante? La explicación más
plausible radica en el miedo a las represalias y en el terror a la exclusión
social. Aunque algunas mujeres buscaron desesperadamente una salida airosa a
este callejón sin salida. En Occidente, durante la Edad Media, la única salida
para la mujer era pasar a formar parte de la organización eclesiástica o de la
organización familiar; la independencia individual, la autonomía, le estaban
sistemáticamente negadas, no obstante algunas mujeres hallaron el camino para lograrla
y de ese modo surgieron las beguinas. Seguramente podrán rastrearse casos
similares en otras épocas y en otras culturas.
La revolución francesa
significó, entre otras cosas, la apertura de nuevos cauces para la emancipación
de la mujer. Si en un principio se movilizaron las mujeres de las clases medias
—las que estaban en mejor disposición para hacerlo y disponían de los medios
necesarios para ello— para equiparar sus derechos civiles a los de los hombres,
especialmente el derecho al sufragio, más tarde surgirían otros movimientos de
emancipación de la mujer cada vez más radicalizados. Ahora bien, en todos estos
movimientos de liberación de la mujer se observa que, en mayor o menor medida,
el enemigo es el hombre y del mismo modo que el genérico hombre en nuestro
lenguaje habitual trata de encubrir el papel subordinado de la mujer en la
organización social, la fijación del genérico hombre como el enemigo a combatir
por la mujer encubre la pasión y la fascinación que sobre el ser humano en
general ejerce el poder.
El poder carece de sexo y
apareció de forma accidental en las relaciones que se establecieron entre los
seres humanos y por ello me parece erróneo plantear el problema como si de una
guerra de sexos se tratara. Además, en los ensayos y estudios que se llevan a
cabo teniendo como eje central a la mujer, tanto si lo realiza un hombre como
si lo elabora una mujer, se observa un meticuloso cuidado en no atravesar
determinadas líneas fronterizas; se camina cautelosamente por determinados
problemas y algunos de ellos, en los que se aceptan determinadas premisas
apriorísticas, son de vital importancia para profundizar en la búsqueda de
soluciones o cuando menos para concluir que hemos estado lidiando con un falso
problema. La posición de víctima en la que, por regla general, se coloca a la
mujer, no sólo no puede resolver el problema —si lo hay— sino que tiende a
mantenerla en la posición de subordinación frente al poder —tanto si éste lo
detentan hombres como si lo ejercen las mujeres.
De entre todos los
movimientos sociales que a lo largo del siglo XIX se propusieron luchar por la
transformación revolucionaria de la sociedad, el anarquismo —entre otros— se
planteó la liberación de la humanidad, lo cual suponía tanto la liberación del
hombre como la de la mujer y así procedió en un primer momento haciendo todos
los esfuerzos posibles para convencer a la mujer de que se organizara para
luchar por sus derechos. De este modo, en los primeros años del siglo XX,
surgieron algunos grupos de afinidad anarquista compuesto exclusivamente por
mujeres. No obstante, la generalización de la liberación al concepto humanidad
llevó al anarquismo a cometer el mismo error que los movimientos feministas,
sólo que en sentido contrario. La ideología anarquista que luchaba por la
liberación del ser humano olvidó las diferencias biológicas que separan a los
hombres de las mujeres, lo cual le impidió comprender que éstas tienen
problemas específicos como tales y que sólo pueden ser resueltos organizándose
entre ellas. De todos modos conviene no olvidar que en ese momento en que las
mujeres quisieron formar sus propias organizaciones en el seno del movimiento
libertario, había dado comienzo ya dentro del mismo el proceso devastador del
centralismo y la burocratización que tan funestos resultados daría más tarde y
por tanto se temía todo proceso disgregador y disolvente que una organización
específicamente feminista en el seno del anarquismo podría generar.
En mi opinión, lo más grave
que le puede suceder a un ser humano es la pérdida de la autonomía. Y estoy
convencido que éste es el núcleo del problema al que nos tenemos que enfrentar.
Por lo general, las mujeres no han gozado nunca de autonomía y las escasas
excepciones que pueden ser señaladas han alcanzado la categoría de actos heroicos.
Tampoco los hombres han gozado de mucha autonomía —como por otro lado es lógico
en una sociedad de explotación y fuertemente jerarquizada—, pero en apariencia
—y especialmente en comparación con la mujer— el hombre se nos presenta en
nuestro imaginario como un ser libre, dotado de todas las cualidades que más se
valoran, especialmente en el plano competitivo.
En la actualidad —tras lo
últimos fracasos de los movimientos de transformación social— no solamente la
mujer no ha conseguido sus reivindicaciones como ser humano —ninguna de ellas—,
sino que está consiguiendo ser equiparada al hombre. Es decir, el Capital ha
conseguido —con gran habilidad, hay que reconocerlo— que el hombre y la mujer
se unifiquen, igualen e identifiquen en la miseria. Y además —y esto es
particularmente importante— esto se vive como un gran triunfo de la mujer.
Pondré sólo un ejemplo que a
mí particularmente me parece sumamente revelador: ¿porqué extraños vericuetos
la mujer —ante la violencia que el hombre ejerce sobre ella sistemáticamente—
se pone en manos de la sociedad regida por la mentalidad masculina —con
independencia de que en el poder esté un hombre o una mujer— y confía en que
ésta resolverá sus problemas?
La violencia sexista contra
la mujer —o la de la mujer contra el hombre, aunque ésta sea en menor medida—
no es un problema jurídico ni de orden público y desde luego no será
judicialmente ni mediante la represión que este problema se resolverá.
Desgraciadamente nuestra
sociedad está basada en la violencia generada por el tipo de organización
autoritaria de que está dotada y especialmente por el tipo de organización
económica que la domina. Mientras continúe de este modo es difícil concebir
cómo la mujer podría librarse de esta violencia sexista a menos que tomara en
sus manos su propia liberación; es decir, que tomara conciencia de su situación
y comenzara a desarrollar su propia personalidad al margen de las
instituciones, especialmente de la institución familiar, esa dulce trampa
mortal.
Paco Madrid
Etcétera (Barcelona),
39 (mayo 2005)
[1] Obviamente no voy a entrar
a discutir en este breve trabajo las diversas mitificaciones que se han hecho
de los tiempos anteriores a la historia. Para el objetivo que persigo me es
suficiente acudir al papel que ha desempeñado la mujer en los tiempos
históricos. Únicamente esbozaré una serie de hipótesis que nos pueden ayudar a
vislumbrar lo que los tiempos históricos nos muestran.
[2] Pienso que el principal
problema que se plantea en el estudio sobre la mujer, es el conocimiento de los
mecanismos que han hecho posible que esa explotación milenaria se haya
perpetuado a través de los siglos hasta llegar a nuestros días casi sin
variaciones apreciables de fondo.
[3] Seguramente estos tres
planos de explotación podrían descomponerse a su vez en otros muchos si lo
enfocáramos desde otra óptica; pero me parece suficiente este punto de vista
para la comprensión del problema.
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