cruzando el paraíso


 ¡Dios está en el alcohol! ¡Y usted lo sabe! El hombre me increpa desde el otro extremo de la barra y yo no sé que contestarle. Es bajo, calvo, desaliñado y sucio, pero me mira fijamente con los ojos inyectados en sangre y provistos de una sabia lucidez. Sostiene en su mano una pulida copa llena de coñac, y se tambalea ligeramente. Le sostengo la mirada como puedo.

¿Acaso no tiene razón? Pienso. Ciertamente ¿a qué he acudido yo a este bar? ¿porqué todos los días busco refugio en lo más infame de la hostelería? Aquellos reductos donde los fracasados son nómina, donde la mugre trepa por las paredes como una infección bíblica, y al mismo tiempo, estos lugares representan para mí el único paraíso que he conocido. Un lugar donde no es necesario destacar ante nadie, donde importa una mierda tu situación o la situación de los demás, por que nadie te juzga y donde entiendes en un instante que tu no eres mejor que ninguno de los que pululan por allí, a pesar de tus prevenciones y de que no te dejaras caer del todo por el tobogán de la desesperación. Asiento con la cabeza y pido al camarero que llene su copa y de paso me alcance otro tercio de cerveza, sé que me arriesgo a no quitármelo de encima, pero al mismo tiempo noto el pinchazo del deber. Este hombre me habla de cosas que están por encima de la mediocridad. Si lo juzgo por su aspecto, nunca, de ningún modo entablaré conversación con él, pero si atiendo a lo que dice, al instante puedo comprender que su forma de mostrarse llega más allá de lo que se pueda prejuzgar. Un tipo sin suerte. Un perdedor, podría decirse a ojos de la pulcra sociedad, pero en realidad, más sabio que los engatusadores de serpientes y bestias que nos dirigen, pues solo desde el barro y la desesperación puede entenderse la mediocridad y la imposibilidad de la existencia. Se muestra ante mí de manera clara, todavía no he abierto la boca y él puede girar la cabeza en cualquier momento y sumergirse en su amargura, en la que permanece a flote gracias al coñac. Sin acritud, con resignación. Esto es un sabio enganchado a su dios, a su doctrina, que más da el nombre: dios, alá o soberano. Su silencio denota una clarividencia interior, una lucha que demuestra la sabiduría más allá del lamento. Si no ¿qué hago yo aquí? ¿porqué busco esta soledad alcohólica? Lejos de mis problemas y mis muros. Su mirada límpida me sitúa de inmediato en la búsqueda, en el camino del conocimiento y la aceptación de mi mismo, miro la botella, el tercio de mi marca favorita y veo al tigre dando vueltas en su interior. Es mi dios, me digo, levanto la botella y hago un brindis imaginario con mi interlocutor, con el camarero, con el otro que absorto mira la televisión, con la señora que arrastrando su carro de la compra se para a tomar un carajillo. Dios está en todas partes.


El reverendo Yorick.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Tiene razón, Yorick. Cuántas veces lo he comentado con un amigo. En nuestra ciudad cada vez escasean más esos bares donde te puedes sentir a gusto. Rodeado del ambiente que considero mío. Sitios en los que puedes encontrar, si no "la verdad", al menos no te topas con la estupidez rampante.
En cuanto a Dios: Existir, como la brujas hailas, Él también hailo, pero ya está muy viejo, el pobrecillo. No ha vuelto a ser el mismo desde que le mataron al Hijo. Dicen que eso para un padre es la peor tragedia. Además, le han quitado muchas competencias. Vamos que si no puede hacer que el Valencia C.F. gane La Liga...¡Vaya mierda!
Saludos cordialísimos.

Sor Kampana dijo...

"La verdad está ahí dentro"- dijo, mirando su copa...