Un buen libro


Pensaba esta mañana en lo difícil que se hace recomendar un libro a alguien. Muchas veces, amigos me preguntan sobre lo que podrían leer. Hace tiempo ya, que me reservo en estas cuestiones y trato de banalizar el tema, o desviarlo hacía la lista de bestseller del momento. Para recomendar un libro hace falta saber muchas cosas, por ejemplo, conocer un poco a la persona interesada, saber cual es el grado de implicación que tiene con la literatura es un buen dato, me refiero a si lee simplemente para entretenerse, o por el contrario es un sesudo buscador de sensaciones o tiene afán de aprendizaje. Entonces puedes decidir si recomendarle alguna lectura especial, o seguir la estrategia de hablar de manera general sobre el tema, aunque el demandante sepa que tienes la casa llena de libros.
Hace unos días mi buen amigo “El bobo de Koria” me pasó un libro del que ya había extraído algunas frases para este blog. El libro en cuestión salido al mercado hace algunos meses, disfrazado bajo la apariencia de novela ligera ofrece al lector todo un catálogo sobre la soledad y la estupidez de estos tiempos que vivimos. Una soledad desesperante que se engrandece si cabe, en la más tumultuosa de las ciudades.
Una comprometedora experiencia hace que el protagonista tenga que abandonarlo todo para ir a esconderse a una aldea abandonada. Allí encuentra el paraíso perdido, sin entrar en críticas hacía el mundo de donde procede, a través de las conversaciones que mantiene con su tío, el esteta moderno, va descubriendo un camino hacía la contemplación durante el que se va despojando de los rasgos definitorios de él mismo como ciudadano, o como esclavo de un sistema que se esmera cada segundo para tapiar el horizonte ya sea mediante su obra arquitectónica o su concentración humana.
La novela impregnada de un sentido del humor negro, una mala leche desbordada, y una sensibilidad preciosista, enconadamente disimulada se lee prácticamente de un tirón, con un lenguaje sorprendente e innovador. Lejos de todos esos tostones que nos quieren vender como obras maestras, generalmente aburridas, mal escritas y repetitivas hasta la arcada.
Y claro, la pregunta va tomando forma ¿A quién recomendarías tal libro?
¿Cuántas personas lo leerían sin ofenderse? En estos tiempos en que todo el mundo se cree especial, único y genuino, y defienden esa idea con uñas y dientes, vas tu y le
dices: -Toma léete este libro que creo que te va a gustar. No se puede uno extrañar si el sujeto deja de hablarte o responde con evasivas frías si es preguntado sobre el libro.
Éstas ideas podría ilustrarlas con una anécdota que paso hace ya unos años:
El Bobo de Koria y yo, compartíamos tormento en forma de trabajo, soportábamos todos los días a una caterva de imbéciles venidos a más gracias a sus supuestos conocimientos de la actividad que desarrollábamos, baste decir que nos movíamos en el campo de la investigación arqueológica. Aunque el Bobo y yo sólo éramos dos de los delineantes que dibujábamos el proyecto. Había un tío que se había pasado unos cuantos años estudiando después de acabar la carrera, pegándose a eminencias de su gremio y participando en excavaciones internacionales, y después de todo eso, había decidido opositar y presentar plaza en el Ayuntamiento, cosa que había logrado, así que mientras lo llamaban para incorporarse, seguía trabajando de simple peón en aquella excavación. Nos hablaba exaltado de la importancia de ser funcionario, de las ventajas que eso suponía para su futuro laboral etc, etc. El bobo y yo nos dedicábamos a torpedear su discurso y también, por que no decirlo a reírnos de él. Un día, en la mesa del despacho donde guardábamos los planos apareció un ejemplar de nuestro libro de cabecera: El discurso del hijo de puta. Le pregunté al Bobo y me dijo que se lo había prestado al futuro funcionario ¿Y qué te ha dicho? Le pregunté. -Bueno, dijo que le había gustado.
Me imagino que al tipo no le hizo ninguna gracia leer aquel libro, si había sido capaz de pasar de las diez primeras páginas. Nos reímos mucho a su costa.
Pasados un par de meses alquilé un piso en el centro histórico y tenía que quedar con alguien del ayuntamiento para que me dieran la cédula de habitabilidad ¿Saben quién apareció? Pues sí, el arqueólogo reciclado en hijo de puta. Se puso muy contento de verme, alabó la elección de mi piso, y me dijo que no habría problema con la cédula, que eso era un puro trámite. Qué bien, pensé. En unos días todo arreglado.
Pero no. En unos días llegó una carta del ayuntamiento con un informe desfavorable. El celoso funcionario había apuntado hasta grietas que nada tenía que ver con la obtención de la cédula. Me tocó reformar un montón de cosas y quedar a la espera de la vuelta del funcionario, huelga decir que lo esperé con las ganas de decirle unas cuantas cosillas. De hecho me frotaba las manos pensando por cual de los dos balcones de mi casa nueva iba a tirarlo. Imagínense la cara que se me quedó cuando tras oír el timbre de la puerta y abrir, encontré a una persona diferente. A mi pregunta por mi amado compañero, la sustituta me soltó que había pedido el día libre.
Bien que se rió el Bobo de Koria cuando le conté lo ocurrido.

De aquella experiencia entre otras, me viene la prevención de recomendar libros. Aun así, a riesgo de que alguno se mosquee, no puedo dejar de recomendar este. Déjense de perder el tiempo con bestseller, y si todavía no se han atrevido a enfrentarse a la verdadera realidad de sus vidas, por lo menos dejen que otros los coloquen ante el espejo a través de la lectura de sus libros, en este caso Santiago Lorenzo y su maravillosa joya literaria: Los asquerosos.

Yorick.

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