La desobediencia es un arte que no se improvisa (parte I )

Conozco a una señora que tendrá aproximadamente 70 años. Una vez fue una niña. Nació en un pueblo perdido en el campo andaluz. En aquellos tiempos los hijos de las familias pobres no tenían más remedio que trabajar para sobrevivir al hambre. El caso de Eulalia, que así se llamaba la señora, fue ese.
A los once años la mandaron a la capital, a trabajar en la casa de un médico. Junto con otras dos niñas, completaban el servicio. Los señoritos:
El médico, su mujer, y sus dos hijos. Católicos, ultraconservadores y esclavistas. Ni que decir tiene que los sueldos del servicio eran miserables, y su alimentación también. Rectitud y apariencia con las visitas eran las normas de la casa.
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Del hambre que puedan sentir tres preadolescentes no les voy ha hablar. Si que lo haré, por un lado de la desobediencia como instinto primario y fundamental, y por otro, del miedo, y la aceptación de ser un esclavo.
Mariquita se llamaba otra de las niñas, provenía del mismo pueblo que Eulalia, y las dos eran buenas amigas. De la tercera niña no recuerdo el nombre. Llamémosla Lupe.
Como decía Mariquita era la encargada de la cocina, y tenía en su poder la llave de la despensa, que la desconfiada mujer de la casa mantenía medida al milímetro.
La tentación era grande.
El hambre también.
El miedo probablemente, también lo sería, pero hay personas que en su fuero interno se sienten libres y en esos casos, no hay miedo que pueda con ellas.
Las dos amigas urdieron un plan para compensar su miserable dieta, de los fiambres de los que la despensa estaba bien provista, Mariquita se encargaría de coger algunas cortadas mientras Eulalia vigilaba a la familia de señoritos, difícilmente serían descubiertas. Por las noches, en su cuarto, las niñas repartían la comida. Lupe no estaba de acuerdo con el robo, decía que no estaba bien, y que pasaría si se enteraba el señor. Aun así, daba buena cuenta de su parte.
Aunque a los pocos días guiada por el instinto servil de los “perros cortijeros” denunció el caso a los señores. El castigo para Eulalia y Mariquita, fue inmediato, la retirada de la llave de la despensa también, así como la amonestación a los progenitores de las niñas cuando estos venían a cobrar. Una vergüenza vaya.
La estupidez de la niña llamada Lupe era latente, pues que podía esperar de sus amos, más que una palmadita en la espalda. Por otro lado todas las noches volvía al mismo cuarto con las otras niñas, que no tardaron en cobrarse su justa venganza.
Esto no es más que un lejano ejemplo de lo que Arturo Barea llamó “La forja de un rebelde” y Peter Weiss “La estética de la resistencia” Un pequeño ejemplo tan sutil y al mismo tiempo tan importante y necesario. Pues de esas pequeñeces nace la fuerza y la chispa que encienden una revolución, un cambio, una negación, y un camino, diferente de que nos es impuesto.


Yorick.

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