La desobediencia es un arte que no se improvisa (parte II)

En el año 1979, yo cursaba 6º curso de EGB. El colegio donde estudiaba se llamaba: Colegio Público Nacional “Raimundo Lulio”. Tiempos de cambios aquellos, parecen lejanos, pero no es cierto. Los ideólogos políticos urdían la red que sujetaría la incertidumbre del cambio en el que vivíamos inmersos. Una “ejemplar” transición que se vende por fascículos en gran parte del mundo. Un tratado de buen rollo, dispuesto a matar al fantasma de la España pre-franquista a costa de repartir pedacitos del pastel.
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Como les decía, parecen tiempos lejanos, pero les contaré que en 1986, la primera vez que vi el Guernica, aún permanecía protegido por un cristal blindado y escoltado por la Guardia Civil.
Pero volviendo a aquel colegio del que les hablaba, y al aquél curso de 6º de EGB, donde éramos instruidos por Don Antonio. Un hombre cuyos recuerdos se me hacen tan lineales, que lo presupongo de triste personalidad, fuera del alcance de la idealización de los adultos que a menudo hacen los niños.
Había en clase dos niños, protagonistas, por cierto, de esta historia. Se llamaban Santi, y Rafa, Muy buenos amigos, vecinos y juntos desde que empezaron el colegio. Un día, en el aula, fueron sorprendidos por don Antonio, mientras este creía educarnos, largando algún rollo maniqueado. El castigo, muy utilizado por don Antonio: escribir una gran cantidad de veces: “No hablaré en clase”. Para el día siguiente, aparte de los deberes correspondientes. Un tema fastidioso este de los castigos escritos, sobre todo para dos niños criados en la calle, quiero decir, que en aquellos años, en el barrio donde vivíamos, era frecuente que los niños, permanecíamos mucho tiempo jugando en la calle. Y aquél día, además, les era verdaderamente cargante el castigo, ya que los dos amigos habían planeado una visita al cortijo de Gambogaz, propiedad del General Queipo de Llano. (Este impresentable merece historia aparte) Recuerdo que las primeras veces que fui allí, el cortijo aun era vigilado por militares. Los niños solíamos ir a jugar a las antiguas cochineras, que estaban separadas del recinto del cortijo. Así, que nadie se metía con nosotros. Era un buen sitio para jugar.

A la salida de clase, Santi, le dijo a su amigo que no pasaba nada, que llevarían unas hojas de la libreta y harían el castigo en el cortijo. Los niños quedaron a las cuatro y media y partieron hacia el lugar escogido.
Allí pasaron la tarde, corriendo, saltando, trepando muros y haciendo diabluras, sin ver ningún tipo de peligro. Al final de la tarde, de repente, uno de los dos recordó el castigo. Apresuradamente se sentaron en un muro, sacaron las cuartillas dobladas y los lápices y empezaron a escribir, mientras hablaban y reían. Sin darse cuenta, por cierto, del poco papel que habían traído. No llevarían cincuenta frases, cuando se percataron del problema. Y como niños que eran, con esa inocente inventiva, comenzaron a escribir en los márgenes y entre líneas ya escritas, de tal modo que al acabar, cualquiera de las cuartillas recordaba las tablillas de escritura cuneiforme de los antiguos sumerios.
Así tranquilos y satisfechos, los dos amigos emprendieron el camino de vuelta a casa.
A la mañana siguiente se juntaron como todos los días en el portal, para recorrer el camino hasta el colegio, después en el patio, la rutina de formar por cursos y subir luego las escaleras en fila, hasta el aula.
Aquella mañana, don Antonio, como siempre pasó lista, y al terminar, llamó a los castigados del día anterior. El primero en levantarse fue Rafa, pues los niños se sentaban por orden alfabético. Don Antonio como siempre, hizo una broma despectiva al niño, pero esta vez, el último en reir no fue él. Cuando el profesor echó un vistazo a las cuartillas, puedo asegurar que ese día se le atravesó el desayuno. El color de su cara fue tomando tonalidades tormentosas, incapaz de decir palabra, miraba las cuartillas y luego al niño, y otra vez a las cuartillas. Después llamó a Santi, y la escena se repitió. Unos años antes, aquél miserable hubiera abofeteado a los dos niños, que inocentemente habían hecho temblar toda su credibilidad, pero ese día los mandó a sus sitios, doblándoles el castigo para el día siguiente, y con el juramento de que si volvían a traer un trabajo así, se las verían con él. El color rojo del rostro de don Antonio, le acompañó todo el día, no sé si de ira, de vergüenza, o de las dos cosas a la vez, el día que él y yo comprendimos que hasta un niño, puede hacer tambalear el poder más terrible.


Yorick

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