Nunca dejará de asombrarme la
fascinación que las monarquías siguen ejerciendo sobre sus súbditos, sean del
país que sean y pase el tiempo que pase. A lo mejor se trata de un reflejo
histórico, un tic ancestral que obliga a la genuflexión y a la reverencia ya
sea en Tailandia, en Noruega o en Mónaco. El concepto de que existan seres
humanos distinguidos genéticamente por el simple hecho de ser vástagos de
determinada familia resulta tan ridículo a estas alturas del milenio que cuesta
creer que haya más de cuarenta monarquías funcionando actualmente en el mundo.
No menos anacrónicos y no menos ridículos son los pactos constitucionales por
los cuales muchas de esas monarquías mantienen sus privilegios intactos. Sí,
hay que verlo para creerlo, pero así son las cosas.
Yo lo comprobé en persona a mediados de
los ochenta el día en el que el príncipe Felipe, actual rey de España, llegó a
la Universidad Autónoma para su primera clase en la Facultad de Derecho. Por
entonces yo cursaba Filología Hispánica y no podía creer que una inmensa
muchedumbre de chavales -una multitud como no volví a ver otra en el campus de
la Autónoma- decidiera parar las clases para recibir a su futuro monarca. Tuve
que frotarme los ojos varias veces pero no había duda ni confusión posible:
miles y miles de estudiantes aclamando a un borbón que saludaba encantado del
cariño popular. ¿Aparte de nacer, qué había hecho Felipe Juan Pablo Alfonso de
Todos los Santos de Borbón y Grecia para merecer semejante homenaje? ¿Había
escrito un gran libro? ¿Había ganado un torneo de tenis o de ajedrez? ¿Había
salvado a alguien? ¿Había hecho un gran descubrimiento científico?
De un artículo de DAVID TORRES en
PÚBLICO.ES 17-02-2022
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EL BOBO DE KORIA (RECOPILADOR)
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