EL VIENTO EN LA CARA


EL VIENTO EN LA CARA
SAHPIA AZZEDDINE

12 diciembre de 1979. AGADIR. Marruecos

         Inmediatamente después del parto, habrían podido predecirse las múltiples y variadas perrerías que iban a sembrar mi existencia. En lugar de ser acogida por las aclamaciones del vecindario tras una interminable espera en la habitación de al lado, mi padre dispersó a la multitud con un lacónico” Hágase la voluntad de Alá” y puso fin a los festejos. En el umbral, la partera, con el semblante luctuoso, también estaba dolida conmigo por no ser varón;…
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         Al final década audiencia, se esperaba el veredicto del juez, quien, previsiblemente, debía confirmar la lapidación    que pedían mis acusadores.(…)
Un experto en derecho islámico había enumerado una veintena de infracciones del código de buena conducta. Era su momento de gloria. Recitaba, lleno de fatuidad, todos los delitos que había descubierto en mi casa: maquillaje, zapatos de tacón, prendas de lencería femenina, entre ellas un corpiño de encaje, la foto de un hombre, periódicos, una antología de poesía persa… (…)
Por último, como una mujer no podía comprar verduras enteras conforma fálica (el hortelano debía cortarlas previamente en el mercado), berenjenas y calabacines se sumaron a la lista de mis pecados.
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         -¿No hay nada que haga por usted mismo?
         -¡Nunca! Todas nuestras acciones deben ir encaminadas a dar gracias a Alá.
         -¿No le parece que es una falta de modestia por Su parte? ¿Cree de verdad que un Dios justo, sabio e inteligente crearía una especie humana únicamente para que Le dé gracias de la mañana a la noche?
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         Una mañana que el muecín aún dormitaba y yo no dormía porque ya no dormía, yo misma, con mi voz unánimemente elogiada, convoqué a los fieles de mi barrio para la oración. Esa era mi falta.
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         Lo más absurdo de esta historia era que todo el mundo creía que mi marido había fallecido de muerte natural, cuando en realidad había acabado yo con él a sartenazos un día que tenía una mano en el bolsillo y la otra sobre mi cara.
         Había tomado la costumbre de pegarme por cualquier insignificancia cuando deambulaba por casa sin saber qué hacer, siempre al acecho de un paso en falso por mi parte para maltratarme y salir a gastarse nuestros escasos ahorros en el bar. Pero un buen día, aunque nada lo diferenciaba del anterior respondí al sopapo con un potente sartenazo lateral que le hizo tambalearse y caer al suelo….
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         Siete siglos llevábamos ya en declive, mirando pasar el tren del futuro e incapaces de subirnos a él. Siete siglos llevaba el mundo musulmán respirando con un solo pulmón y pagando a un elevado precio el amordazamiento de sus medias naranjas. Siete siglos llevábamos llamando a esto una regresión fecunda para no admitir el marasmo. Lejos quedaban los tiempos en que el valor espiritual de un musulmán se medía por la cantidad de libros que tenía, en que las bibliotecas se multiplicaban como alminares, lejos también los tiempos en que las mezquitas, además de las salas de oración, albergaban el saber que hombres y mujeres sin distinción podían degustar.
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         Me encontré sola con mi ira. La plaza estaba desierta. Los guardianes de la virtud habían dejado sus armas en la entrada de las salas de oración. No tenía más que coger una y cargármelos a todos por la espalda. Reventar sus cerebros gangrenados.
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         -Entonces, ¿no hay nada que pueda hacer por usted?
         -Sí, una cosa.
         -¿Qué? –me apresuré a preguntar.
         -Tíreme la primera piedra.
         -¿Perdón?
         -La lapidación es un espectáculo, es preciso que sea dura, que todo el mundo pueda desfogar su odio. Así que la gente empezará arrojando guijarros pulidos para hacerme rasguños, luego pasará a otros más grandes para herirme y, por último, a grandes piedras angulosas para rematarme. Lo que le pido es que empiece por el final para matarme más deprisa.
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EL BOBO DE KORIA (RECOPILADOR)


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