El hombre que pudo reinar


Una vez, hace muchos años, me encontré con un genio. Sí, como el de la lámpara, aunque en este caso yo no vi lámpara alguna. Tampoco me sorprendió que en medio de ninguna parte, hubiera alguien sentado sobre una duna tranquilamente. Aun así, me acerqué a saludarlo, y a interesarme por su estado, o por si necesitase algo, aunque yo me encontraba tan desvalido como él, o eso creía yo.
El tipo me recibió con una ambigua sonrisa, como de funcionario, le pregunté si se encontraba bien, y si necesitaba algo, a lo que con un gesto de la cabeza me respondió negativamente. Luego habló, y me preguntó que que hacía yo por aquel desierto, le dije que había decidido comenzar a andar, y que todavía no había parado. Quizás se sorprendiera mi respuesta, pero su silencio y su rostro impenetrable, no me dio ninguna pista sobre ello. Permaneció callado algunos minutos, y cuando estos ya empezaban a ser incómodos, y yo andaba pensando en continuar mi camino, comenzó a hablar. Me dijo que llevaba allí bastante tiempo esperando que pasase alguien, para luego trasladarse a otro lugar, y que como yo era esa persona, me iba a conceder un deseo. Ahora, el que permaneció en silencio fui yo. Ya me estaba preguntando si ese tío no estaría loco, a causa del Sol, o de la soledad. Pero decidí seguirle el juego, de modo que se me ocurrió que ya llevaba muchos días andando por el desierto y me apetecía cambiar de aires, así que le propuse si me podía conceder el don de trasladarme al lugar que quisiera. Pensé que sería una cualidad muy práctica para mis intereses.
El tío que decía que era genio parecía contrariado, comenzó a negar con la cabeza y me dijo que no podía concederme tal cosa, que era imposible, que lo tenía prohibido. ¿Prohibido por quién? Le pregunté. El contestó que el gremio de genios ahora pertenecía a una sociedad bursatil capitalista, y que los deseos que estaba autorizado a otorgar eran todos de índole materialista. Por una cuestión práctica capitalista, decía que la gente solía pedir dinero, poder, reinos y cosas por el estilo, y que esto era un negocio para sus jefes, ya que el dinero atrae al dinero.
De modo que me quedé pensativo y un poco fastidiado, porque yo no deseaba un reino para nada, ni tampoco oro a montones, ni dinero en efectivo, y además, estaba empezando a temerme que mis sospechas sobre la integridad mental de aquel individuo eran fundadas. Así que después de pensármelo un rato, creí dar con la solución. Esta bien. Le dije. Ya que yo no necesito dinero, y el deseo primero no se me puede conceder, ¿Qué tal si me consigues un buen par de botas? Estas mías ya están muy gastadas. El genio reflexionó en voz alta, razonando que mi deseo, a fin de cuentas era un producto manufacturado, y listo para venderse, ya que había millones de pares de botas en el mundo, y otras que se fabricaban sin parar. Se levantó, hizo un gesto con la mano, y después de preguntarme el número de pie, allí aparecieron de la nada unas botas flamantes y nuevas. Me quedé muy sorprendido, y le pregunté si le debía algo. Negó con un gesto y me dijo que en el fondo era una inversión, pues unas botas tan nuevas y buenas no pasaría desapercibidas en mi viaje, lo único que debía darle a cambio era la seguridad de que cada vez que alguien me preguntase donde las había comprado, le indicara amablemente una cadena de zapaterías internacionales, muy en boga por aquellos años. Le dije que trataría de recordarlo, y entonces me dio unas tarjetas de la misma, para que no lo olvidara. Luego se despidió, y con otro gesto de su mano desapareció. Totalmente sorprendido me preguntaba si todo aquello no había sido una alucinación provocada por el calor, pero allí estaban las botas, con su etiqueta y todo, y en mi mano la tarjeta de las zapaterías. Estuve pensando un rato que hacer, hasta que decidí seguir mi camino, y olvidarme de las botas, que quedaron en la duna, con la tarjeta sujeta entre los cordones.
Luego seguí mi viaje, y nunca más me he vuelto a encontrar con un genio, pero si lo hiciera, huiría de él de inmediato, no fuera que en un momento de debilidad mía me hiciera monarca de algún triste país deseoso de servirme.

El reverendo Yorick.

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