Recordó el día en que se unió a Pau. Felicidad
indescriptible; abrazos de los amigos; votos de dicha imperecedera; choche de
tintineantes copas; secciones de pastel dulcísimo; “¡que se besen, que se
besen!”; regalos originales, otros estúpidos e inservibles; “¡viva Pau...viva
Pau”; troceamiento de bragas y corbatas; “¡que tengáis muchos hijos!”...”se
hará lo que se pueda”; besos a los suegros; “¡que se besen los novios!”; choque
de copas; “¡que se besen, que se besen…!”
Se preguntó, si fueron felices. Sí, se
dijo. Hemos sido felices...muy felices. Sobre todo con la llegada de Vanesa.
Vanesa, qué criaturilla. Mejor que Anacletito. No, ni mejor ni peor: distinta.
Siempre me han gustado más las niñas, pensó. Porque, qué decir de Ulpianito y
Niceforita. No, no en este momento no puedo querer ni preferir a uno más que a
los otros. Adorables todos, eso es, todos maravillosos. ¡Ah, los hijos!
¿El trabajo? El mejor trabajo es el que
se hace cuando es por vocación. El de Pau era mucho mejor que el suyo, y mejor
pagado. Ambos habían hecho de su trabajo algo más que una profesión: un
sacerdocio. Cómo exagero, se dijo. Sus amistades los envidiaban por este
motivo. También por la casa que tenían. Durante esos diez años transcurridos de
feliz matrimonio habían vivido muy desahogadamente. El dinero nunca había sido
un problema para ellos. Además estaban los 400.000 de la herencia de sus
padres. Nunca los habían tocado, no había hecho falta, ni siquiera cuando se
casaron.
En su mentalidad cartesiana algo no
encajaba. Si había sido feliz, qué le había hecho tomar esa decisión, se
preguntó. Quizás estaba evocando su matrimonio desde el punto de vista de los
que les rodeaban. Sí, esa era la imagen que transmitían a los otros. Siempre
había puesto un cuidado exquisito en parecer feliz. Y ahora supo que a fuerza
de representar aquel papel había llegado a creérselo como les sucede a muchos
actores. Las fiestas multitudinarias; los cumpleaños de los niños; los
aniversarios de la boda; los nuevos coches mostrados como trofeos cobrados al
destino transmitían la imagen ideal de la familia más feliz del mundo y
provocaban toneladas de envidia a los amigos y conocidos, luego eran felices.
Creyó notar como sus labios esbozaban una sonrisa sarcástica.
Se volvió a preguntar si había sido feliz esos diez
años vividos con Pau, y, la contestación que se dio ahora fue ¡No!. Un
escalofrío recorrió su cuerpo, ahora tan tenso. Si se encontraba en aquella
situación no podía ser de otra forma. ¡No!, repitió con un grito. Algo le había
amargado esos diez larguísimos años. Salvaba a los niños. Pero ahora no quería
engañarse: había sido un infierno. Diez años de condena, se dijo. Y, como si un
alucinógeno hubiese conectado perfectamente todas sus neuronas, como en un flash
vio todo perfectamente explicado. Una tras otra, las secuencias se sucedieron
vertiginosamente: gestos, sonrisas, actitudes, los suegros, enfados, violencia
gratuita, el hermano de Pau,... el agente de la compañía de seguros... Los vio
a todos agazapados, acechantes, esperando el momento oportuno para asestarle el
zarpazo letal. Gestos, al parecer nimios, que enlazaban secuencias por sí solas
inocentes y hasta cariñosas que ahora, le revelaban la terrible verdad que
acababa de descubrir. Las sensaciones que habían desfilado por su mente se
habían convertido en una certeza, terrible y definitiva. Ahora sabía que aquella manada de chacales, con Pau a la
cabeza, desde el primer día habían planeado todo para quedarse con su fortuna.
Todo encajaba perfectamente. Había sido un plan frío y calculado para conseguir
un solo fin: su fortuna.
Ahora sabía quien le había llevado a
tomar aquella decisión. Quien le había asesinado. Lo más terrible era saber que
el crimen quedaría impune, saber que el asesinato había sido perfecto. Pudo ver
la cara sonriente de Pau y deseó su muerte y su parentela.
Quiso detener la terrible película que
estaba protagonizando. Quiso rebobinarla hacia atrás para tener la oportunidad
de vengarse de Pau y su familia. Calculó el tiempo que le quedaba: no excedía
de un segundo. Aferró el volante con fuerza, tensó los brazos para que su
cuerpo se pegase al asiento y pisó el freno a fondo tratando de contrarrestar
el efecto del impacto que si la teoría de Newton no fallaba, debía producirse
inmediatamente. Sí, se dijo, 9.81 m/seg. era la aceleración de la caída. Por
eso había elegido aquel precipicio de 50 m . antes de dar el volantazo a su último 4 x
4.
“Quizá, el airbag", pensó.
EL BOBO DE KORIA
1 comentario:
Impresionante!
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