Insignificancia




-Qué solo estoy-
Dijo el falso dios. Una revelación en un duermevela le constató su realidad. Solo como todos, solo ante la nada, y lo peor: solo ante la muerte.
No había pensado mucho sobre la muerte a lo largo de su vida, pero ahora que sus horizontes eran más cortos se le aparecía a menudo. La precedía un escalofrío asociado a cada nueva tara que aparecía en su cuerpo. Un ligero dolor, una nueva arruga, un sutil bulto en el abdomen, o restos de sangre en su orina. Trataba de alimentar la mentira de su deidad, con toda clase de conquistas terrenales, pero frente al espejo y en soledad, esas patrañas no le servían para nada. Acababa por entender con impotencia su debilidad frente al miedo a morir solo, y peor, el miedo a morir solo pero acompañado por un séquito de estado qué !malditos sean! se quedarían aquí tras su partida. Sabía que la mentira que había sostenido su vida, su deidad, era tan falsa como cualquier otra, y postrado ante esas estatuas que el pueblo entendía como sus creadores, él sólo recibía la frialdad de la piedra. No sabía de nadie que hubiera vuelto de la muerte para confirmar aquello que aseguraban los sacerdotes, otra vida, y además junto a sus divinos padres, gobernando el universo.
Ante el espejo entendía que ninguna mentira ni esperanza le producía consuelo alguno. La certeza más lúcida de toda su existencia lo golpeaba de lleno: la soledad, y el miedo. Un miedo obsesivo que enfrentado a su falsa deidad, le hacía detestar todo lo que lo rodeaba, sus hijos, su imperio, su pueblo, sus cortesanos y su familia entera. Un odio que acrecentaba su crueldad hacía cualquiera que mostrara felicidad, hacía la dicha, la alegría. Amargado como un monstruo devorador de mundos se veía abocado a la destrucción, para tratar de sentirse mejor frente al miedo. Pero nada lo aliviaba, enloquecido, asesinó y destruyó todo lo que pudo clamando a la ira divina, incomprensible para los mortales.
Un día arrastrado por la locura, condenó a muerte a todos los sacerdotes de su culto. Rechazó su propia religión argumentando una guerra de dioses en el cielo, de la que él, afirmaba haber salido victorioso. Arengaba a su pueblo  aterrorizado por su ansia de sangre, desde el púlpito de su deidad, ante los sacerdotes a punto de ser decapitados por los verdugos, cuando de pronto, la hoja de una espada apareció en su pecho, empujada desde atrás.

Ya no dolía el miedo, diría el demente que una paz fría subía desde su interior, ya nada importaba, ya nada sabía. Su sangre empapando el bello mosaico del suelo, se limpiaría pronto, su cuerpo sería engullido por el tiempo y otro iluminado ocuparía su lugar, y las cosas seguirían como siempre hasta que un día no lejano el escalofrío de la soledad lo despertará en la noche, y el miedo regresará de nuevo, para extender otra vez un fluido manto de sangre.

Yorick.

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