Blogletín crítico-sociológico anexionado a la internacional anti-estulticia
Superhéroes de barrio IV
A veces tardan años en aparecer, a veces no nos enteramos porque nuestros informantes, bajo su pésimo criterio y la censura que ejercen, no nos hablan de ellos. Pero están ahí, son los “Superhéroes de barrio” personas anónimas que realizando cualquier acto aparentemente inocente, pueden hacer tambalearse los pilares de la civilización, o como poco de los estultos cimientos que la sujetan.
Esta es nuestra cuarta entrega de estos sujetos irresponsables de sus actos y víctimas de ellos mismos. Que bajo, no se sabe que tipo de inspiración realizan actos que convierten la cotidianidad en verdadera filosofía de pueblo. En simplezas apabullantes que derrotan dogmas y desmoronan estamentos, que se desploman por su propio peso. Si no, juzguen ustedes mismos la historia literalmente licenciosa del cristo llamado: El mono aullador:
La señora Manolita no se lo pensó dos veces. Llevaba años oyendo al cura quejarse de que la pintura del Cristo “Ecce Homo” de la iglesia, se estaba cayendo a trozos, De que no había dinero para contratar una restauración del cuadro. Y en fin, de que Dios proveería.
Ella, también llevaba años dándole vueltas al asunto. En su juventud, cuando vivía con su hermana en la ciudad, asistía a un taller de pintura en su barrio, allí, aprendió a pintar al óleo, a mezclar colores y aceites, y a pintar bodegones, y jarrones repletos de flores. En opinión de su profesor ¡Insuperables! Durante varios años se dedicó a pintar, bodegones, paisajes, y jarrones floridos salieron de sus pinceles. Cada vez que se acordaba de un familiar o de un amigo, les pintaba un cuadro.
Sus familiares y amigos, en realidad, tenían verdadero pavor a las visitas de su pariente solterona, y sobre todo, a sus horripilantes pinturas, que había que colgar corriendo antes de cada una de sus frecuentes visitas. Por supuesto, nadie le dijo nunca que dejara la pintura y se dedicara a otra cosa. La señora en realidad, carecía de sentido del gusto pictórico, de la armonía, del equilibrio, por no hablar ya sobre sus capacidades técnicas, digamos: perspectiva, volúmenes, etc.
Esos falsos halagos, en realidad, no hicieron más que alimentar un ego, que en las horas solitarias de la pobre Manolita, crecía hasta henchirle el pecho. Luego, por circunstancias de la vida, Manolita volvió a su pueblo, y dejo de pintar, aunque conservaba todas sus pinturas y su caballete, y en algún lugar de su corazón, el deseo de volver a pintar.
Los lastimeros discursos del cura la animaron a hablar con él. Doña Manolita era muy devota, y conocía al cura desde hacía años. Este, también había oído hablar del arte pictórico de su feligresa, principalmente por boca de ella misma, aunque nunca había visto ninguno de sus cuadros. Seguramente, de haberlo hecho, no se le hubiera ocurrido la majadería de poner la pintura del Cristo en manos de su devota feligresa. Sin embargo, aunque tenía sus recelos, la tentación de ahorrarse unos duros de la parroquia, que podría invertir en mejoras en su casa, se le hacía arrebatadora. Así, que consintió en que la señora Manolita, se pusiese manos a la obra con el delicado trabajo de devolver al cuadro toda la grandeza y pasión del Cristo representado.
La señora Manolita no cabía en sí de gozo, cuando el cura le comunicó que después de pensarlo mucho, un pálpito divino en la iglesia, le hizo ver que debía dejar la restauración de la pintura en sus manos. Le preguntó que cuanto tardaría, y de que materiales tendría que abastecerse. Ella lo tranquilizó, diciéndole que no necesitaba nada, y que por el tiempo no se preocupase, que el trabajo a realizar no era para tanto. Lo que sí que le pidió, era soledad, para poder realizar el trabajo, estaba segura de que el silencio del templo la ayudaría con su piadosa labor. El cura no puso ninguna objeción, de hecho, aprovecharía el día para bajar a la ciudad, y desconectar un poco del pueblo, vamos, lo que con todas sus letras se conoce como “correrse una juerga”
Doña Manolita fue temprano a la iglesia, cargada con sus bártulos de pintura. El cura le había proporcionado una llave de la parroquia. Una vez dentro, se sintió abrumada por el silencio del templo. Allí estaba la pintura, en la pared, a la altura de la cara de un hombre. Llena de desconchones, se intuía la cara del Cristo, que miraba hacia arriba con la boca ligeramente abierta, y una expresión de resignación en sus ojos. La mujer se santiguó, abrió su maletín y se puso manos a la obra. Sería difícil dilucidar cuál había sido el método empleado, por la supuesta pintora, si metió colores a saco, intentando cubrir directamente los desconchones, si aplicó disolventes, aceites, o sencillamente, las pinturas de su maletín nada tenían que ver con las del fresco. El caso es, que a cada pincelada que daba, el cuadro empeoraba más, hasta el punto de que ya solo se reconocía el contorno original. El resto, como explicarlo, era otra cosa.
El Cristo había perdido su perfecta mandíbula, en su lugar una papada tremenda juntaba cara con cuello. Su boca entreabierta que hubiera hecho las delicias de los poetas místicos se había convertido en un agujero redondo remarcado por unos gruesos labios. Sus ojos suplicantes y resignados que buscaban con la mirada a su padre, se habían juntado bajo un entrecejo piloso con la mirada perdida. En definitiva. Lo que antes era una pintura religiosa correcta y piadosa, se había transformado en la viva imagen de un mono aullador de Sumatra. Dudo mucho de que doña Manolita hubiera estado nunca en Sumatra.
Cuando el cura acudió a la iglesia al día siguiente con la pintora, no daba crédito a lo que vio.
Acuciado por una fuerte resaca, estuvo a punto de desmayarse. Luego se puso rojo de ira, y después comenzó a blasfemar. doña Manolita, compungida no sabía dónde meterse, ni cómo explicar el estropicio.
Por la tarde todo el pueblo lo sabía. De hecho, el cura no recordaba tanta afluencia de gente a la iglesia desde la boda de una parroquiana que se caso con un futbolista. En el pueblo no se hablaba de otra cosa. Doña Manolita tenía sus defensores, pero básicamente, casi todos eran detractores. Hasta que alguien difundió la noticia en un periódico local, y de ahí saltó a la televisión. En unos días, la obra de restauración de doña Manolita estaba en todas las cadenas. El pueblo se lleno de periodistas y de curiosos. Todos querían entrevistar a la pintora, que no sabía dónde meterse. Los negocios de hostelería del pueblo comenzaron a doblar y a triplicar sus cajas, y como el dinero es el verdadero Dios del asunto, todo el mundo comenzó a cambiar de opinión con respecto al cuadro. Muchos ya pensaban en convertir el pueblo en un centro de peregrinación, como lo fuera el pueblo de Velmez, con sus famosas caras, o el bar del barrio de San Marcelino en Valencia, donde apareció una cara de Cristo en un jamón (que al final acabó devorado por sus fieles seguidores)
Habría que preguntarse qué opinión tenía el obispo sobre todo el asunto. Por una parte, el cuadro, el “hazmerreir” de toda la cristiandad, y por otra la iglesia y sus cepillos llenos a reventar. ¿Será verdad que los caminos del señor son inescrutables?
Y la pobre doña Manolita, una vez superado el trance de la vergüenza, comenzó a recibir ofertas de otros pueblos para que restaurara sus pinturas. Hay quién dice que hasta el museo del prado, en estos tiempos de vacas flacas estaría planteándose contratarla. ¿A lo mejor resulta que donde todo el mundo ha querido ver el chiste, hay un verdadero milagro? Quién sabe, lo que sí está claro es que si las pinturas sintieran y yo fuera la Gioconda, ya me habría puesto a temblar.
el bandido Fendetestas.
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