De mineros y llantos

Mi memoria se llama Diego Gaifeiros. Y también se llama Francisco Tellez. Y también se llama Francisco el morisco. Y también se llama Juan Bautista. Dice un viejo corrido que mi memoria eran “los gitanillos del puerto” condenados a galeras por Felipe II, perseguidos por ser gitanos, y llevados al Puerto de Santa María, en Cádiz.
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Dice mi memoria que los Fúcares, infames banqueros de la corte y propietarios de las minas de azogue de Almadén solicitaron del rey el traslado de los condenados a galeras hacía las minas de azogue. Y dice mi memoria también que ese rey infame y con él toda su corte infame aceptó. Y “los gitanillos del puerto” fueron llevados a las terribles minas de Almadén. Matadero genocida de hombres.
Dice mi memoria que las vilezas y atropellos cometidos allí son innombrables, y arrancan quejidos de dolor siglos después. Dice también mi memoria que el sadismo y la maldad de los capataces de las minas no tenía límites y ese hecho también arranca quejidos de dolor siglos después.
Mi memoria puede llegar mucho más lejos, desde que el hombre comenzó a internarse en las entrañas de la tierra en busca de sus tesoros. Hay ejemplos muy antiguos, como las minas neolíticas de Gava. O las incursiones de los tartesios, los fenicios o los romanos. A todos les gustaron los secretos de las entrañas de la tierra. Pero a pocos les gustaban ir a buscarlas. Y ahí se creo una de las profesiones más duras y terribles de las que inventó el ser humano: el minero. Condenado por obligación o necesidad. Condenado por nacimiento. Condenado por ser. Condenado él y condenada su familia. Condenado a salir de casa para no volver. Y condenado a volver con la muerte puesta agarrada a los pulmones.
Mi memoria duele y rememora túneles en penumbra alumbrados débilmente por lámparas de aceite o candiles. Se puede oler el miedo, de un lado el miedo a la muerte, y de otro el miedo a los capataces y a sus varas de mimbre que desollan la piel de los esclavos. Tanta desesperación no da ni para llorar. Están secos los ojos de los egipcianos condenados. Están secos y lloran con cantes, con quejidos puros sacados de sus entrañas y de su maldición. Que poco puede llegar a valer una vida humana. Que dolor de siglos no habitará en la memoria de todo un pueblo arrancado de la vida en las minas de azogue.
Mi memoria también recuerda al cronista de la desgracia, al hombre que fue enviado para comprobar que había de cierto en ese grito silencioso que volaba por el aire: Mateo Alemán. Uno de los creadores de la novela de picaresca fue el encargado de desvelar la barbarie. En su libro “Información Secreta” relata y apunta los testimonios de esclavos temblorosos, antaño hombres, hoy sombras que vagan por los túneles del dolor.
Es mi memoria quien me quita el sueño. Y más que ella es la desmemoria de muchos la que también me quita el sueño.
Una desmemoria provocada y aceptada para seguir cometiendo tropelías amparadas por el olvido voluntario. Los pueblos callan pero no olvidan, aunque es real la impotencia de su memoria. Aun así quien mira a los ojos de las gentes no olvida. Y pierde el sueño. Y su memoria le habla.
Los quejios estremecen el alma. Se agarran a los rincones y viven ahí esperando a que alguien pase para hacerse oir. Para encenderle la memoria con un candil de llama temblorosa, que alumbra el miedo y la sangre, y los gritos, y el llanto, y el cante.

Toós van como un estampió
a la boca de la mina,
toós van como un estampió;
que un niño quiere bajar
que su padre no ha salío
¡y abajo tiene que estar!



A Félix Grande y a su memoria.

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