confesiones de la sangre caliente

Ni tan siquiera compartiendo dolores, nos acercamos a quien amamos. Pues siempre es distinto lo que uno ve en el otro, que lo que el otro ve en uno.
Sin comprender un estado permanente de tregua, una vivencia común en tierra de nadie, no se concibe aceptar un amor. Y solo en el interior de las personas habita ese espíritu que cambia la rabia por una sonrisa.
Debería callar, quien contempla a su prójimo, pues hay mucho de él en si mismo, y sin embargo pasamos los tiempos mirando de arriba hacia abajo, como dotados de una gracia divina para analizar y juzgar. Olvidando que en las desgracias se muestra nuestro verdadero rostro, y que solo el miedo nos enseña quienes somos.
Engañados por la vorágine, sucumbimos a sus mentiras, y buscamos víctimas a las que demostrar nuestro poder. Y entonces, nos encontramos unos a otros, y arrastrados todos, olvidamos qué nos acercó y a quién tenemos delante.
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Escribo estas palabras para mí mismo, y para quién las necesite. Pues no es el tiempo quien me devora las entrañas, sino mi imperfección, mi hartura, mi ignorancia.
Las vías que no llevan a ningún lugar, y que son alivio y desesperación al mismo tiempo. Los callejones sin salida, que solo se muestran al doblar las esquinas. El mar, Al que siempre miro sabiendo que no lo cruzaré a nado, y aun así lo intento una y otra vez.
Y alrededor de todo, estás tú. Y tú. Y tú. Quien se convierte en un segundo en redentor o verdugo, en amante despechado o en hermano de sangre, en admirado mecénas o en delator implacable. En cualquier cosa buena o mala en la que me pueda convertir yo y que me hace llorar a ratos, lagrimas dulces o amargas.

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