TE INVITO A UN CÓCTEL

¡La gasolina! ¡el olor de la gasolina! ¡Huum! es cierto que le puse una buena cantidad de jabón perfumado, cosas de la modernidad, el poliéster ardiendo, junto con el jabón y el combustible dejaba un extraño pero a la vez persuasivo y enigmático aroma. Y al fondo, por supuesto, el olor de la carne quemada, hecha por fuera y al punto por dentro. Sellada, como diría un chef con cuatro estrellas michelin. Fue un espectáculo sublime, la envidia de artistas de lo efímero. En un mundo justo, los museos se pelearían por una “performance” así, pero claro está, en el que vivimos nadie admitiría la belleza del acto. La justicia poética que a veces inadvertidamente, de puntillas, se ofrece ante nuestros ojos y que solo unos pocos son capaces de ver.

El día era perfecto, un domingo primaveral que amaneció nublado pero que según corría la mañana se fue despejando para dejar paso a un día que desafiaba al invierno agonizante, mostrando toda la fuerza de la vida y la naturaleza. La concentración era a las doce, como todos los años. Para no variar los sindicatos amarillos abanderando la manifestación, con sus obreros satisfechos y sus consignas vendidas y rendidas plasmadas en sus pancartas. Y detrás de todos, nosotros, dispuestos a que se nos escuchara, hartos de aguantar, comidos por la injusticia, sabiendo que nuestra batalla estaba perdida, pero que venderíamos cara nuestra piel. En un último acto desesperado decidimos reventar la manifestación, para denunciar la falsedad de la misma, jugar con las normas del poder nunca nos llevaría a cambiar nada, estábamos condenados a ser peleles de trapo en este sistema injusto. Estaba decidido que quemaríamos las naves, con nosotros dentro.

Para mi significaba la ocasión que había estado esperando toda la vida: venganza. Mi padre, fallecido el año anterior ya no lo vería, mejor, pensaba por dentro, para que hacerlo sufrir viendo a su hijo preso. Mirando con su único ojo, un ojo cansado de verter lágrimas de impotencia, desde que perdiera el otro por el pelotazo de goma de un antidisturbios en una huelga pasada hace mucho tiempo en los astilleros de Ferrol. Se lo debía, era mi obligación, devolverle la dignidad perdida en juicios que nunca llevaron a ninguna parte, fue engañado y pisoteado por un sistema que defiende y arropa a sus “perros cortijeros”. Su vida se fue consumiendo en la tristeza de haber creído en unos ideales que se fueron apagando año tras año, la agonía de la clase obrera de la que fue testigo y parte.

Los preparé con cariño y esmero, seleccioné las botellas de vidrio fino, de un buen vino que apuré con deleitación, probé la formula exacta, la cantidad justa de gasolina y jabón, muy difícil de apagar hasta con los mejores extintores. Los envolví como si fueran los biberones para mis cachorros hambrientos, a salvo de golpes inesperados, introducidos con mimo en un maletín de piel, me vestí con ropa de colores neutros, y omití las sudaderas con capuchas y las botas, mi rostro maquillado con barba postiza y rellenos en las encías, me hacia irreconocible hasta para mis mejores amigos, que también participarían en nuestra acción desesperada, ninguno seriamos reconocidos en nuestras propias casas, pelo cortado peinado con raya, polos, camisas, pantalones de pinzas, y mucho fijador. La idea era infiltrarnos entre los sindicatos mayoritarios, y cuando los compañeros de atrás comenzaran la jarana, sin que nadie lo esperara lanzar los cócteles desde nuestra posición a trescientos metros de ellos.

La desesperación a veces tiene sus recompensas. Nadie sospechaba que lo que era una manifestación más de un primero de mayo, se convirtiera en un caos, y que además escapáramos los cuatro, sin que consiguieran vincularnos a nuestros compañeros. La suerte, si es que existe, escoge caprichosos compañeros de viaje. Como si fuéramos kamikazes o fundamentalistas religiosos, estábamos dispuesto a ser sacrificados en un ultimo acto desesperado, creo que la falta de previsión o el exceso de confianza hizo el resto. Dos furgones de policía y un banco fueron los objetivos de los otros, pero yo tenia otra pieza en la mira, por mi padre, lo elegí bien, el más musculado, el más nervioso, de porra y gatillo fácil, aquel que llegado el caso, correría el primero contra la muchedumbre para apalear y golpear, disfrutando de sus instintos, de su maldad, sabiéndose protegido por el sistema. Pero aquel día no, la botella reventó contra la pared donde se apoyaba, y su contenido flamígero lo baño de la cabeza a los pies, lo miré un segundo, antes de perderme en la multitud, braceaba tirándose al suelo, ardiendo por los cuatro costados, por un instante me hipnotizó, las llamas pegajosas que se adherían a los guantes de sus colegas , la visera del casco derritiéndose en su cara. Corrí y lloré, por mi padre, por tantos. Seguramente lo convertí  en un héroe, y yo, el peor de los villanos, desalojado de la historia que no me absolverá. Tuve miedo, tengo miedo, sé que me buscan, y ese miedo me acompañará hasta que me cojan, pero aunque eso ocurra, siempre quedará en mi memoria el olor de la gasolina ardiendo, la carne quemada, y un bonito día de primavera plagado de poesía.


relato inspirado en realidades olvidadas

el reverendo Yorick.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy brutal pero sí dan ganas a veces jaja... por ejemplo como cuando(y esto no es soñado) ves a un poli de paisano con una camiseta que reza algo como que "si no te gusta la policía cuando la llames por necesidad va a acudir tu puta madre"; ante ese odio, esa chulería y esa violencia de los que se supone que deben cuidarte, este relato es un cuento para dormir mejor