Cuando a nuestro alrededor vemos desmoronarse todo
aquello que considerábamos más sagrado. Cuando se desnuda lo más sublime y
enseña sus pútridas entrañas haciéndonos palidecer de horror. Cuando hasta
nosotros llegan los ecos lejanos de los gritos desgarrados de aquellos que
sufren la pérdida de lo eterno. Cuando la tierra firme parece abrirse a
nuestros pies, es ahora, más que nunca, cuando más necesario es conservar la
relativa calma.
Se impone, pues, sujetarnos a lo necesario, desoyendo
los cantos de sirena de quienes, con desprecio de los más sagrados principios,
solo atienden a lo superfluo movidos por un irrefrenable afán de conquista.
Depredadores de las ideas, parásitos del espíritu, vampiros del pensamiento,
carroñeros de la vida que late impetuosa en nuestros corazones, únicamente
tienen por norte y guía nutrir sus viscosas carnes con la savia jugosa de lo
imperecedero.
Miremos de salvar de las ruinas los aspectos vivos de
nuestra historia, a fin de seguir manteniendo la lucidez y la capacidad
crítica, mientras nuestros contemporáneos se debaten en dudas ignominiosas
indignas de nosotros.
Elevemos nuestros pensamientos, profundicemos en las
ideas, lo cual no significa ponerse la escafandra y sumergirse en las
procelosas aguas de mares infectos formados con los detritus de una sociedad
satisfecha de haber logrado finalmente destruir el placer de vivir. Pero no nos
revolquemos tampoco en la superficialidad legamosa de los pantanos de la
indiferencia; arrojemos lejos de nosotros el tedio inyectado por las mortales
picaduras de los hechiceros de lo ignoto.
Os propongo rescatar todo aquello que aún conserva su
valor como arma crítica frente al actual estado de cosas, haciendo que nuestro
escepticismo logre el color sonrosado de los cuerpos sanos y las almas puras.
Alcancemos juntos la profundidad necesaria para nuestras exigencias, pero
haciéndolo al modo tradicional que ha demostrado ser —hasta ahora— el método
más correcto: El grado de profundidad alcanzado en una problemática dada, está
en relación directa con la gama de afectos invertidos en la misma. Amemos
aquello que realizamos, abandonándonos confiados a las tareas gratificantes y
la penetración en el conocimiento se nos dará por añadidura.
O lo que es lo mismo, profundizar no significa dar a las
palabras un uso desacostumbrado, haciendo que éstas bailen al son de extraños
ritmos desconcertando a los ingenuos. Antes al contrario, significa observar
con agudeza lo que éstas esconden pudorosamente tras su prístino candor.
Significa desvelar el misterio de lo críptico desnudando la estupidez y
mostrándola sin recato a las mofas de un público condenado para siempre al
papel de espectadores de una obra incomprensible.
Frente a todos aquellos que utilizan el acervo cultural
del anarquismo ibérico como justificación para ocultar tétricos designios, o
aquellos otros que intentan vaciarlo de contenido para presentar del mismo una
imagen integrada, asimilable por los delicados estómagos de los «fagocitadores»
del sistema. Frente a ese inmenso ejército de comparsas, que como sombras
chinescas de una gran lámpara mágica ejecutan movimientos incoherentes que dan
la necesaria coherencia al portador de la luz, situémonos en la cara oscura de
la verdad y reflexionemos sobre nuestro más inmediato pasado a fin de
desentrañar los secretos móviles que han hecho de nuestra vida un sin sentido
con apariencia de eternidad.
Antes de continuar con mi apocalíptica exposición, debo
confesar mi ignorancia en las cuestiones relativas al método. Descartado lo
sistemático que implicaría una recaída en lo patológico, lancémonos a la
búsqueda de un conocimiento afectivo desprovisto de trascendencia. Abordemos
las ideas por su parte más inaccesible, en la suposición de que por ese lado
todavía es posible encontrar aspectos no mancillados por las excrecencias
babeantes de aquellos que solo las utilizan como soporíferas muestras de que
ésta solo sirve para aburrir a unos, encandilar a otros o dejar indiferentes a
los demás.
La cultura anarquista jamás pretendió ser protagonista
de ninguna historia, sino acabar con ella. Surgiendo de los oscuros rincones de
locales frecuentados por hombres y mujeres movidos por su pasión de libertad e
igualdad, pretendía únicamente poner de manifiesto las incongruencias de una
sociedad sustentada sobre pilares de ignominia y opresión.
De sobra sabemos todos que los tiempos han cambiado.
Pero eso no justifica en absoluto el cambio de óptica, porque las raíces de los
problemas siguen siendo las mismas. Desde la cárcel o el taller; desafiando
cualquier peligro, aquellos que un día creyeron que el ideal estaba a la vuelta
de la esquina, nos han trasmitido un rico legado. A nosotros nos corresponde
decidir que hacer con él. Seamos consecuentes y no lo derrochemos en inútiles
banalidades.
Paco
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