-Esa
tienda siempre estuvo ahí.
No,
no es cierto, de hecho, apenas lleva ahí 50 años. Fundada por una
familia de aquellas que intentaban pasar desapercibidas durante la
guerra, odiando en silencio a los rojos que fundaron la república, y
que hacían tambalear el país, atacando a la iglesia, al ejercito,
al orden establecido. Pero sin embargo cautelosos con mostrar sus
simpatías para con los sublevados, no fuera que al final, aquellos
no lograran ganar la guerra. Pero si que la ganaron, y entonces
comenzó la limpieza de pensamiento, encarcelar o asesinar a
cualquier simpatizante de la caída república, y del mismo modo
premiar a ese ciudadano que sufrió en silencio la usurpación del
orden, a esos pacientes colaboracionistas en las denuncias, que
esperaban recompensa para su silencio y abnegación cristiana. Ésta
llegó de muchas formas, puestos públicos, licencias de taxis,
estancos, porterías, policía municipal, toda una red de vigilancia
urdida para mantener la ley, y la pureza de pensamiento.
Los
fundadores de ese pequeño colmado militaron en las filas de la
decencia y la cruz. Pocos años después, atraídos por la codicia y
las míseras ventas en la posguerra, emigraron a Francia, donde la
mujer volvió a ejercer de tendera, y el marido se empleó en la
Renault. Al pasar unos cuantos años, y acumulado un pequeño
capital, volvieron a su país, donde emprendieron de nuevo la
apertura de su viejo negocio. La situación económica cambiaba
lentamente, y el colmado comenzó a poder ser el sustento de la
familia, con la ayuda de básculas trucadas y género de dudosa
calidad aquellos ciudadanos fueron prosperando, consiguieron que sus
hijas estudiaran las cosas de la época, una, enfermería y
puericultura, y la otra mecanografía y taquigrafía.
Caso
aparte era Pepito, que sin llegar a ser tonto, parecía llegar tarde
a todos los minutos de su vida, lo que le producía algún
“problemilla” con el aprendizaje.
Así
que su padre lo colocó con un hermano suyo que tenía un pequeño
taller de carpintería.
Pocos
años después murió el padre, y Pepito, que era lento, pero no
tonto, sobre todo para el dinero, había observado de cerca, la
diferencia entre los obreros del taller, y el encargado y el jefe que
era su tío, diferencias económicas principalmente. Pepito pensaba
para sí mismo en el mísero sueldo que cobraba a diferencia del
encargado, y no digamos ya su tío, que vivía desahogadamente,
siendo incluso de los primeros en comprarse un flamante 600. Aquello
hacía vibrar las pupilas del ganapán. Así que cuando murió su
padre, su madre decidió jubilarse, y liquidar la tienda, haciendo
reparto entre sus hijos. Pepito no se lo pensó, y con su parte puso
un pequeño taller de carpintería que devino en una persianería,
que con el boom constructivo de la época era un negocio en alza. El
problema era que Pepito no era muy hábil trabajando, y mantenía el
taller a duras penas, con la ayuda de su madre, que debía gozar
recordándole al hijo que nunca llegaría a nada. Aunque ahí estaba
equivocada ¿Acaso no era su hijo pupilo de tenderos? El niño, que
ya no lo era tanto, se dio cuenta rápido de que sin ayuda no
llegaría muy lejos, de modo que contrató a un oficial para que
llevara el peso del taller, tragó estos primeros años cobrando
incluso menos que él, pero sabiendo que eso tenía que cambiar. Y no
se equivocaba, el negocio comenzó a crecer y a dar sus frutos,
pronto otros dos trabajadores se sumaron a la plantilla, y Pepito
dejó de mancharse las manos, se encargaba de contratar los trabajos,
usando como armas ese aire de medio imbécil que tenía, y una
tartamudez que solo se manifestaba cuando suplicaba podríamos decir
el trabajo a sus clientes.
Así
fueron pasando los años, Pepito, apoyándose en la experiencia de
los trabajadores que pasaban por su negocio, se fue expandiendo,
ampliando sus trabajos a los toldos y las ventanas de aluminio, que
eran lo más, frente a las viejas ventanas de madera.
Aquel
niño de los recados se convirtió en empresario, seguía con sus
reverencias y tartamudeces, pero prosperaba económicamente, compró
su casa, un chalet, la tienda y lucía un lujoso mercedes, con el que
se paseaba casi al ralentí por el barrio. No era el único, había
otros, y las diferencias entre ellos se podrían limitar a la marca
de los coches. Dueños de restaurantes cercano a fábricas, donde los
obreros iban a almorzar o comer, tenderos de barrio, podrías
nombrarlos como: El Mercedes, el Volvo, el BMW, el Dodge. Vidas
mediocres, pensamientos mediocres, existencias mediocres.
Desconfianza
frente a la juventud y los cambios y los valores de siempre, sin
cuestionar nunca lo establecido. Hábiles escamoteadores de
impuestos y de sueldos. Trama económica de un país de corruptos, a
pequeña y gran escala. Ciudadanos que se rompen la camisa y se les
llena la boca proclamando su necio nacionalismo, su incultura, su
arrabalera sensibilidad y amor que se limitan a quererse a si mismos
y si acaso de lejos, a los suyos. Y por encima de todo, lo que los
une de verdad, y por lo que serían capaz de cualquier cosa es su
delirio por el dinero, cada uno en su pequeña parcela de poder,
egocentrismo conformista, podríamos decir.
Y
ahí siguen, todos esos hijos e hijas de tenderos, de taxistas, de
estanqueros, de serenos, perpetuando esa clase media con pinceladas y
anhelos burgueses que sostienen estos Estados que se llaman modernos
y prósperos y cuyas entrañas huelen a naftalina y cirio
amarillento, a monedas de cobre manoseadas y a caldo rancio, a
trastienda y a correazo corrector.
el reverendo Yorick.
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