De J. M. COETZEE

DIARIO DE UN MAL AÑO

JOHN MAXWELL COETZEE. Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940.
Premio Nobel 2003

Que el ciudadano viva o muera no es algo que preocupe al estado. Lo que le importa al estado y sus registros es saber si el ciudadano está vivo o muerto.

La vida del político típico es muy parecida a la vida de una casta militar o de la Mafia o de los grupos de bandidos de Kurosawa.

Étienne de La Boétie, el joven amigo de Michael Montaigne, veía la pasividad de las poblaciones con respecto a sus  dirigentes como un vicio primero adquirido y posteriormente heredado, una obstinada “voluntad de ser gobernado” que llega a estar tan arraigada “que incluso el amor a la libertad no parece del todo natural”.

El estado moderno apela a la moralidad, la religión y la ley natural como el fundamento ideológico de su existencia. Al mismo tiempo está dispuesto a transgredir alguna de estas o todas en aras de su pervivencia.

¿Por qué razón nuestros dirigentes, normalmente hombres flemáticos, reaccionan con una histeria repentina a los alfilerazos del terrorismo cuando durante décadas han podido dedicarse a sus asuntos cotidianos sin inmutarse, con la plena conciencia de que en las profundidades de un búnker en algún lugar de los Urales un enemigo observaba y aguardaba, con un dedo en un botón, dispuesto si le provocaban a borrarles a ellos y sus ciudades de la faz de la tierra.

Hago un repaso de la nueva narrativa que he leído en los últimos doce meses, tratando de encontrar un solo libro que realmente me haya emocionado, y no encuentro ninguno. Para experimentar esa profunda emoción he de volver a los clásicos, los episodios que en una era pasada habrían denominado piedras que uno toca para renovar su fe en la humanidad, en la continuidad del relato humano.

Yo predecía que, cuando cumpliera los setenta, todas las iglesias del mundo habrían sido convertidas en graneros, museos o talleres de cerámica. Pero me equivocaba. Cada día aparecen nuevas iglesias por doquier y no digamos ya mezquitas.

Si me viera obligado a poner una etiqueta a mi pensamiento político, diría que es un quietismo anarquista pesimista, o un anarquismo pesimista quietista: anarquismo porque la experiencia me dice que lo malo de la política es el mismo poder; quietismo porque tengo mis dudas sobre la voluntad de ponerse a cambiar el mundo, una voluntad infectada por el impulso del poder; y pesimismo porque soy escéptico respecto a que, en lo fundamental, sea posible cambiar las cosas.


EL BOBO DE KORIA (RECOPILADOR)

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