Confesión

Quiero saltar la valla imaginaria que me impide acceder a la libertad. Quiero quemar un televisor, renegar de mi especie, y al mismo tiempo dar mi ayuda a los seres humanos. Quiero sentir que el aire que respiro me llena de pureza, que la vida que vivo no es una broma pesada.  Y para ello tengo que aceptar que los que me lo impiden son mis enemigos. Sus intereses no cuadran con los míos. Sus ansías carroñeras de poder sobre los sometidos es intolerable desde ningún punto de vista. A cada mirada, o cada paso que doy, se confirman mis temores: Estoy en guerra.
Ningún ardid ideado por mi enemigo podrá distraerme o confundirme, pues la claridad de la evidencia se me presenta como un chorro de agua cristalina. Acepto que ni mi propia familia se atreverá a asomarse al abismo por el que camino, mis amigos huirán temerosos de que arrimarse a mí suponga el fin de sus vidas de esclavos satisfechos. En mi destino no hay una búsqueda de la satisfacción inmediata, mi hambre, mi sed, mi desvelo tienen un nombre: Libertad.
¿Qué satisfacción puedo encontrar? En una vida en la que la única prerrogativa es instaurarse en un futuro etéreo, donde el presente no existe, y mucho menos el pasado. Las generaciones nuevas nacen olvidadas, incluso por ellos mismos, como lactantes perpetuos, necesitan la teta que les da de mamar. Quejarse y aceptar las miguitas es una condición evolutiva que desarrollan con el primer conocimiento.
La imposibilidad de rebelarse contra la realidad, los obliga a vivir continuamente en una mentira cruel, que los empuja a crear sucedáneos de felicidad adulterada, que no llega de forma casual, sino que de una forma taimada, esta puesta ante sus pies, para que sea recogida, aceptada, y enseñada.
Los hacedores de todo este teatro maléfico son el punto donde concentro el odio de mi mirada, no hay ni una gota de compasión hacía ellos, su casta, ni sus simpatizantes. De la misma forma, me niego a ser inmolado ante su puerta, para darles un conejillo de indias con el que desmoralizar a mi estirpe. La única arma de la que dispongo es la desafección absoluta, un desprecio visceral hacía ellos y sus engaños, un grito de rabia que me permita poder sentir aunque sea minimamente lo que es la dignidad. No participar, no seguir ninguno de esos juegos. Pero al mismo tiempo pienso en como se puede ser un eremita cuando uno está lleno de odio, cuando tus propios congéneres te hacen tragar la lengua y llorar para dentro. Una hartura trepa desde el fondo de uno mismo, una taquicardia que desboca a un cuerpo que como caballo galopante no se plantea negarse a reventar.
 Si alguien quiere saber lo que es la soledad, que pruebe a ponerse en contra de todo el mundo, que niegue, discuta o ponga en entredicho lo que todos afirman. El calibre del dolor que eso produce es muy difícil de explicar. El odio acaba alcanzando a uno mismo, que se ve desdibujado y desdichado, en una realidad confusa donde el fantasma de la cordura se abraza con el de la locura.
Por si acaso, no escribáis un epitafio, ni tengáis tiempo para hacer un juicio premeditado. En el olvido he puesto mi fe, en un terreno inexacto e inestable deposito la frágil semilla de mi desaparición. No busquéis, seguid con vuestra insensata tarea de autodestrucción, yo ya no soy nada, y del mismo modo nada busco, solo espero, con mi odio enroscado alrededor de un gatillo.

el reverendo Yorick.

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