INGRID



Hace unos días vino una amiga a casa para pasar una semana. Suele hacerlo amablemente cuando tengo que ausentarme por algo. De ese modo, los animales que viven conmigo continúan atendidos.

Cuando se marchó, por fin, tuve una sensación extraña durante muchos días, me sentía debilitado y acongojado, decidí, ante mi inquietud, hacer un repaso por nuestra larga amistad, en busca de pistas que me ayudaran a entender mi desasosiego, y me aclararan lo terrible de los días pasados con ella.

Nos conocimos hace ya diecisiete años, presentados por la que entonces era mi compañera. Enseguida nos caímos bien, Ingrid, que así se llama mi amiga, y su compañero, vivían en una masía de la familia de él, muy grande y hermosa. El nombre de él era Rafael, y juntos se dedicaban a las antigüedades, montaban un puesto los domingos en un rastro al sur de Alicante, frecuentado por extranjeros que viven en la zona. El resto de la semana no hacían nada, salvo vaciar, por encargo, algún piso de vez en cuando.

 En aquella casa, el tiempo parecía no existir. Se hacía vida contemplativa: se hablaba, se fumaba, se leía, a veces se oía la radio, y así transcurrían los días.
Ingrid tiene un carácter dulce y soñador, y una sensibilidad desbordante que suele aplicar hasta al acto más simple de su vida.
A lo largo de estos años, la situación de ella y la mía propia, cambiaron. Los dos nos separamos, y acabamos siendo vecinos en un viejo barrio de Valencia. Ingrid pasaba largo tiempo sin salir de casa, visitada por amantes efímeros que sin saberlo, dejaban huellas cinceladas en su alma. En alguna ocasión le conseguí algún trabajo. Otras veces ella encontraba algo, y la mayoría de meses era ayudada económicamente por sus padres.
Después de algunos años me fui a vivir al campo, aunque bajaba bastante a la ciudad, donde de vez en cuando me encontraba con Ingrid que seguía como siempre, melancólica y persiguiendo sueños que se le escapaban seguido. Como a ella le gustaba el campo y los animales, cuando yo necesitaba ausentarme algunos días, la llamaba para que viniera a casa, y ella lo hacía gustosa.

Pero como decía antes, algo pasaba en esas visitas, y en esta última, la sensación fue más fuerte que en otras. He sentido una usurpación del espacio vital, y me atrevería a decir que también de la personalidad.
Cuando llegué a casa después de mi viaje, la mano de Ingrid se notaba por todas partes. Había cambiado cosas de sitio, añadido nuevas, y modificado ligeramente los espacios, lo suficiente para que se notase, diría yo. De forma natural todo era diferente, el habitual desorden de libros y papeles que suelo tener, estaba desaparecido. Había plantas nuevas en el jardín, y ramos silvestres por toda la casa. Ingrid me recibió como si llevara aquí toda la vida, y de forma inocente me preguntaba abiertamente si me molestaban que hubiera cambiado algunas cosas. En realidad no me molestaba, sino fuera por la inquietud que se fue apoderando de mí. Ingrid, vestía mi ropa de estar por casa, incluso unas viejas botas que yo utilizaba para andar por la huerta, ahora calzaban sus pies. Dormía en mi cama alegando que la habitación era más alegre que la otra, e incluso componía inocentes versos y cuentos. Yo me empezaba a sentir como desdibujado, tenía la sensación de irme borrando poco a poco. Me preguntaba, o más bien, intentaba convencerme de que todo esto no era más que la consecuencia de mi prolongada soledad. Hasta que recordé los años que Ingrid vivió con Rafael en la Masía. Allí estaba la clave. Recuerdo que ella también vestía con las ropas de él, y que cada vez que nos veíamos su compañero estaba más apagado, como translúcido, hasta que desapareció sin dejar rastro. Todos pensamos que había vuelto a Francia, donde nació, pero...

Me costó una barbaridad que Ingrid regresara a su vida, de forma sutil, la invitaba a llevarla de vuelta a su casa, pero ella siempre encontraba alguna excusa para quedarse un día más, mientras mi angustia crecía. Al final tuve que recurrir a la ayuda de un amigo, y gracias a él, y a una treta que ideamos entre los dos, por fin me libre de Ingrid.

Ni que decir tiene, que cuando volví a casa, saqué todos los jarrones fuera, y coloqué de nuevo todo como estaba antes, intentando que mis temores desaparecieran. Cuando creí tener todo en su sitio, me senté en el sillón dispuesto a tomarme una cerveza fría respirando aliviado. Entonces, y con un escalofrío recorriéndome la espalda, me percaté de que Ingrid se había llevado mis botas puestas, y que mis pies, parecía haber menguado un par de números.


A la chica solitaria de la calle Llíria, que me inspiró.




Yorick.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Esta mañana me desperté recitando la estrofa final del Diálogo entre el yo y el alma, de Willian Butler Yeats:
"Me contenta seguir hasta su fuente/todo evento en acción o pensamiento./ ¡Medirlo todo; perdonármelo todo! Cuando así me libero del arrepentimiento/ fluye tanta dulzura en nuestro pecho/ que debemos reír y debemos cantar,/ pues todo nos bendice, y es bendecido también/ todo cuanto miramos".
Ahora acerco a la boca la bombilla del mate. Un gesto de toda la poesía en las botas.