alta cocina

Hace unos días fui al pequeño invernadero que construimos en casa y corté dos menudos brócolis que llevábamos mimando meses. Esa misma noche, los cocinamos y disfrutamos de un sabor único a cada bocado. Nosotros, Teresa y yo, no fuimos nunca a un restaurante elitista. Sin embargo, socializamos mucho alrededor de la comida. Cuando vivíamos en Valencia disfrutamos muchas veces de una mesa llena de cariño, comensales, amigos estupendos, y platos sencillos hechos con todo el amor de quien los prepara para el disfrute ajeno y propio. También íbamos algunas veces a cenar o comer a “la Gepolla” , “La Cambra” cuando Concha hizo de su casa una segunda casa para el barrio, o el bar de Matías. En todos ellos sabíamos que el placer de la comida siempre iba acompañado de un encuentro, de una mesa compartida, de una conversación, de una calidez humana que hacía que el hecho de la comida tuviera una importancia aislada. Siempre lo entendimos así.
Hoy en nuestra casa, a pesar del trabajo, o a veces del cansancio, intentamos mimar ese momento de la comida, en el que solos o acompañados, estamos. Donde el hecho de cocinar o de hacer pan, nos traslada a una cercanía hermosa. Donde mimamos una complicidad carente de prisas, que nos enseña el mismo crecimiento de los frutos, en los árboles o en la huerta. Sin excesos. Con una rara liturgia que nos hace admirar la maravilla de que una semilla de un milímetro esconda una planta de dos metros.

Y cuento todo esto, a colación de una entrevista que salio publicada en un periódico donde se preguntaba a unas personas sobre sus experiencias en restaurantes de alta cocina. Todos, lo contaban con orgullo, y no se cortaban a la hora de recordar las facturas. La más barata: 120 ecus. La más cara: 250 ecus. Por persona. Me fue inevitable pensar que si yo gastara 250 ecus en una comida me quedarían 500 para pasar el mes… Todo este espectáculo al que asistimos a diario es repugnante. Toda esta soberbia que da el dinero produce nauseas. Y lo único que saco en claro de todo ello, es, que por mucho que cambien las cosas en el mundo, o en mi mundo, pueden estar seguros de que nunca jamás querré ser como esas personas. Que pueden quedarse con sus comidas caras, sus vinos exclusivos y sus mierdas de diseño. Prefiero el mundo real, donde hay personas, hay olores, hay sabores, hay colores, y donde todavía puedes cruzarte con gente que no te juzga por la ropa que llevas, ni por el coche que conduces.

Que les aproveche

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