el indigente

Salió como todos los viernes con la intención de emborracharse. Con la esperanza puesta, en que al día siguiente todo hubiera cambiado, su vida fuera diferente o simplemente fuera la última noche.
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A esta hora, en la que tomaba su novena cerveza con güisqui, sus amigos, estarían en casa, con sus mujeres y niños. Ninguno salía ya los viernes por la noche. Así, que siempre iba solo. A veces, algunos conocidos de los bares se acercaban a tomar algo con él, chavales jóvenes, de veintipocos años. El, les contaba como era Madrid hace veinte años, cuando vino a Malasaña por primera vez, cuando la calle Fuencarral, ahora escaparate de la modernidad, era una frontera entre la Gran Vía y la glorieta de Bilbao, una tierra de nadie poblada por yonquis, putas, navajeros y desgraciados, y por donde ninguna persona decente se atrevía a cruzar de madrugada. Les hablaba de los bares, las pandillas, y de que no eras nadie sin una chupa de cuero. Les contaba de Chueca, ese barrio tolerante que muchos llaman el “San Francisco” de Madrid, y donde antes podías pillar cualquier tipo de drogas.
Los chavales, lo miraban a veces como si hubiera llegado de otro planeta. No se quedaban mucho tiempo, siempre se despedían con excusas. Al hombre no le importaba, siempre ocurría lo mismo. Se quedaba solo mirando el vaso y fumando un cigarrillo.

Le gustaba el bar en el que se encontraba, el camarero no era muy amable, y el tipo de la puerta tampoco, pero eso daba lo mismo. A su lado, tres parejas hablaban y se reían, una de las chicas lo miró con cierto desprecio, él, le devolvió la mirada con lascivia y luego volvió a su bebida.
Pero a los pocos minutos ocurrió algo inesperado que cambiaría el curso de la noche. El hombre arrojó el cigarrillo al suelo, con tan mala suerte que prendió en la montaña de cáscaras de cacahuetes y pipas que había bajo las banquetas. Una llama estirada creció sin que nadie se percatara alcanzando la falda de la mujer que estaba a su lado. Dos minutos después, alguien se dio cuenta del incidente, y todo el mundo se puso a gritar y a golpear la falda que ardía alegremente, cayeron banquetas, mientras otros pisoteaban los cacahuetes y el camarero ponía fin al episodio estrenando el extintor.
El hombre seguía en su banqueta mirando divertido la situación, mecido por el alcohol le dio por reír, y enseguida todos los del bar le increpaban y le querían pegar. El portero y el camarero, entre empujones, insultos y algunos golpes, lo arrastraron hasta el almacén, donde había una puerta trasera por la que lo arrojaron a la calle como si fuera una bolsa de basura.

Pasado un rato, el hombre recuperó la conciencia, se había golpeado la cabeza al caer, y algo pegajoso, que parecía sangre le pringaba el pelo. Estaba en un callejón, junto a los contenedores de basura y unos bultos apilados en la pared cercana. Hacía frío, y tenía nauseas, por el alcohol y la paliza. Decidió quedarse un rato allí, hasta que se encontrara mejor, estiró la mano en la oscuridad, con la intención de acomodarse mejor, cuando una mano agarró la suya. El hombre dio un respingo, pero una voz susurrada lo tranquilizó: -Ven- le dijo. Era una voz de mujer que salía del interior de una gran caja. El hombre se arrimó arrastrándose y ella le dejó sitio en el apretado refugio. La mujer lo abrazó y le acarició la cara, el hombre tranquilizado y entregado le devolvió el abrazo.
Sin una palabra se besaron, las manos de ella buscaron los botones del pantalón de él. Su miembro, salió al aire con una fuerte erección, mientras ella se removía para zafarse de las capas de ropa que pobremente la blindaban del frío, el hombre estiró la mano y tocó una mata de pelo encrespado que cubría la entrepierna de la mujer, esto lo excitó aun más.
Ella, se subió sobre él y empezó a gemir junto a su oreja, un mechón de pelo lacio caía sobre la cara del hombre que se dejaba llevar como si fuera su última noche.
Le parecía que el tiempo se parara, oía coches pasar por la calle de al lado, y por un roto del cartón alcanzaba a ver un trozo de cielo entre los edificios, donde se vislumbraba una estrella ¿Sería la suya? Se preguntaba. Los gemidos de la mujer se aceleraron y él notó que se acercaba al climax, esto le dio tranquilidad y le permitió disfrutar de su orgasmo, ya que siempre tuvo problemas para no eyacular antes de tiempo.
Por primera vez en su vida, metido en una caja de cartón, y al lado de la basura, creyó saber lo que era el amor, y durmió en paz, al lado de un hada a la que ni siquiera había visto la cara.
Durmió tan profundamente que las escasas horas que faltaban para que amaneciera le parecieron toda su vida.
Un fuerte estruendo y un ruido infernal, lo despertaron de golpe, estaba solo en la caja, y sentía como lo alzaban en el aire. Comenzó a gritar y manotear dentro de la caja y al instante se sintió caer al suelo, mientras fuera oyó una voz que decía:
-¡Ostia Paco, que aquí hay un tio!- Salió de la caja arrastrándose , y dos basureros lo miraban atónitos -¿Se encuentra bien?- dijó uno. El hombre asintió y se dirigió a la salida del callejón, aturdido, abrochándose los pantalones, con la boca pastosa y el pelo revuelto y apelmazado por la sangre seca salió a la Gran Vía. Ignorado por una vorágine humana que lo miraba con desprecio buscó la boca del Metro. Pensaba en la noche anterior, dudaba si no habría soñado todo, en un acto reflejo y vil, echó mano de su cartera. Estaba todo. Su reloj también. Se despreció por ser tan ruin. Bajó la escalera del metro como una aparición, rememorando la extraña experiencia que había tenido, miró a su alrededor y entonces se percató. Se arrimó temblando a la pared. Una lagrima le corrió por la mejilla cuando comprendió que le faltaba algo, que la desconocida de la caja le había robado la mitad buena de su corazón.


El reverendo Yorick.

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