LA INFANCIA COMO PECADO


 Niños y niñas nacen a miles todos los días en el mundo. A partir de ese momento comienzan a vivir bajo la presión directa de sus padres, condenados desde el primer minuto a adaptar sus pequeños cuerpos y sobre todo sus mentes a la batuta rígida de la educación física, moral, y mental. Me consta que en culturas y países más primitivos o subdesarrollados, este martirio es menos aplastante, pero no es de ellos de los que quiero hablar, sino de los selectos habitantes del primer mundo, incivilizados y perdidos que sumergen a sus criaturas en pozos de amargura e incomunicación, que años más tarde, tratarán de subsanar mediante ridículas terapias que solo sirven para rescatarlos a ellos mismos, limpiando así la conciencia de haber sido un verdadero flagelo para una prole que, henchida de rencor, en el mejor de los casos pasará el resto de su vida desprendiéndose de todas las miserias y sinsentidos a los que se han visto sometidos. Aun así, siempre serán tildados de ingratos por aquellos depositarios de su educación que lavan sus faltas bajo las directrices de una sociedad que premia la fidelidad de sus cómplices sabiendo que en la mayoría de los casos, aquellos niños y niñas adoctrinados durante su educación, repetirán los patrones aprendidos sin ninguna crítica que los aleje de los medios puestos a su alcance para volver a someter a su propia prole.

Sin embargo, de entre aquellos que se atreven a profundizar en sus complejos, y descubriendo la raíz del problema lo afrontan de forma positiva y enriquecedora, no cabe duda de que, con fallos y errores, lograrán dar a sus hijos, por encima de todo, amor y comprensión, ya que nunca perderán de vista el lodazal educacional del que provienen, y no me refiero solamente a sus progenitores, sino a profesores, psicólogos, médicos, educadores, y autoridades de todo pelaje que se han desvivido en fabricar ciudadanos obedientes, desprovistos de instintos e intuición.

La tragedia se muestra en todo su esplendor en esos padres que ejercen su propia rendición en su descendencia, y propician toneladas de infelicidad sobre ellos mismos y las criaturas que han engendrado desde su ignorancia. Estos niños y niñas crecerán en la incomprensión, el autoritarismo, los castigos físicos, las humillaciones, y el chantaje emocional. Intentar colocarse por unos minutos en la mente y cuerpos de esos menudos presidiarios del sistema, es un ejercicio que a muchos los retrotraerá a enfrentarse a sus propios fantasmas, aquellos que permanecen ocultos y sepultados en sus cerebros, aunque nunca muertos.

Por eso es más fácil imponer, someter, y doblegar, en nombre de la educación y el porvenir. Los niños se ven abocados a enfrentarse constantemente a una culpabilidad que no les corresponde, pues ellos no pueden ver el mundo como los adultos, ya que eso implicaría ir en contra de su propia naturaleza. Esta brutalidad educativa los condena a la incomprensión, a sentirse abandonados y a pisotear su exiguo amor propio, para de este modo poder convivir con sus torturadores. Todo este camino inevitablemente conduce a la catástrofe de la adolescencia, donde esos jóvenes frustrados, perdido ya el miedo a sus mayores, se atreven a zancadillear la moral y los principios de los que han demostrado a sus lúcidos ojos, no ser más que marionetas que repiten los discursos sin ser capaces de dar una sola respuesta pensada por ellos mismos.

Todos los problemas de esa adolescencia rabiosa, provienen del mismo lugar: La tragedia de no haber sido tenido en cuenta.

En ese momento, los jóvenes, puede que sean conscientes del dolor y el vacío que los embarga, que los empuja a un mundo de adultos enfermos para el que no están preparados, porque el apoyo con el que contaban les dio la espalda, porque los que nunca tuvieron el valor de entenderse ahora los empujan al abismo cruel de la vida, porque en aquella, no tan lejana infancia donde deberían haber sido queridos y creídos solo fueron el foco de las amarguras de otros, concretamente de aquellos que nunca sabrán reconocer la cobardía que los empujó a destrozar a sus propios hijos.


el reverendo Yorick.

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