Llego ese momento temido.
La vida de las personas, en las que se había creído llegar a una
comodidad y cotidianidad predecible, se acabo.
Por diferentes razones,
muchos seres humanos perdieron sus hogares, que palabra: hogares.
Asociada a la tranquilidad, a la vida monótona, sin alteraciones,
que implica ir pasando años, desgastando la existencia en una balsa
de futuro atisbado. El engaño moderno de creer saber lo que siempre
va a pasar mañana, la semana que viene, el próximo verano, o los
siguientes veinte años. En los que se vislumbra una jubilación que
se presenta como un premio a toda una vida. Donde se cuidará de los
nietos, y se viajará gratis en el autobús. Apurar, en realidad, los
decrépitos años de una vejez al la que se llega reventado, con
dolores y el cuerpo cubierto de marcas. Ese es el premio, ser
excluido y olvidado.
Y todo por no padecer las
incertidumbres del miedo, el vértigo que produciría en muchos
pensar en mañana y no ser capaces de ver absolutamente nada. Eso nos
lleva a aceptar que la vida solo hay una forma de vivirla, y caemos
rendidos a los pies de los que portan los grilletes que nos
encadenarán al futuro.
Pero a lo largo de la
existencia, hay señales que nos avisan, instantes precisos en los
que uno se plantea si está haciendo lo correcto, o llego el momento
de tomar decisiones diferentes. Podrían ser estas señales, por
ejemplo, la muerte súbita, o la larga enfermedad de alguien cercano
con quién hubiéramos soñado uno de esos futuros fáciles de
imaginar. Esa ruptura con la mentira, sería más que suficiente para
entender que lo que no hagamos en el momento, probablemente no se
hará nunca. Que el enfrentamiento al propio miedo, es un ejercicio
de vida, que pone a prueba nuestra resistencia fortaleciéndonos y
haciéndonos desplegar todas nuestras capacidades para seguir
sobreviviendo.
Pensaba estos días en los
desahucios, en todas las miles de personas que son expulsadas de sus
casas, en como el paternalismo institucional querrá hacer ver que
ellos están ahí para ayudar, aunque dejando bien claro, que es
necesario aprender la lección que ellos dictaron, recordándoles que
no es bueno haber vivido por encima de las posibilidades, que los
contratos firmados con los bancos, son legales, y que la culpa es de
quien no lee la letra pequeña, o no es capaz de prever la devolución
de los prestamos.
Imaginaba estos días, que
esas personas, no volvían la cara para suplicar ante las
instituciones y ayuntamientos, que hartos de escuchar mentiras
durante toda su vida, se juntaban en su desgracia, y caminaban todos
juntos, como caravanas errantes del pueblo romaní, en busca de un
asentamiento abandonado. Imaginaba que se instalaban en uno de los
miles de pueblos fantasmas que hay por las montañas, que organizaban
sus huertos, sus escuelas, la vida alrededor de un fuego. Imaginaba
la risa de los niños, los perros en la calle, el ganado en los
corrales. Imaginaba al ser humano, barruntando la llegada del
invierno, preparándose para aguantar el frío, con las despensas
llenas, contando historias junto al fuego a los niños y a los
adultos, cuidando de los ancianos, y viéndoles morir en paz, para no
temer a la muerte, que nos arrebatará a todos algún día sin
excepción. Imaginaba a todo el mundo echando una mano donde hiciera
falta, sin rivalidades, sin querer ser más que los demás, empeñados
todos en disfrutar de la existencia de la forma más sencilla
posible.
Imaginaba muchas cosas,
que sé son imposibles de ver cumplidas. El mal que nos hace ser lo
que somos, y desear lo que no somos, anda en nuestras carteras, en
nuestros bolsillos, en las cuentas bancarias. Esta demasiado
enraizado en nuestra cultura y nuestro ser para arrancarlo de cuajo
de la noche a la mañana. Pero que no se haga no significa que no se
pudiera hacer.
Caminar siempre será
mejor, que tomar plaza bajo un puente.
el reverendo Yorick.
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