Del diario de un decepcionado.

Está amaneciendo. Me visto despacio y salgo de casa, enciendo la luz de la escalera, una luz mortecina que proviene de una bombilla cubierta de polvo, no importa, conozco cada rincón de este edificio, podría bajar y subir a oscuras sin rozarme por la mugrienta pared. La puerta de hierro acristalada del portal chirría como siempre. Me recibe el olor a alcantarilla de todas las mañanas, proveniente de la reja de ventilación que hay en la acera, justo delante de la puerta, hoy no se ve ninguna rata. El edificio de enfrente ofrece el aspecto mugriento de todos los días, igual que el del que acabo de abandonar, unas manchas de humedad producidas por un canalón que tira más agua de la que recoge engalanan sus paredes. Los habitantes de estos edificios llenan los desvencijados balcones con macetas intentando dotar de belleza a la mismísima fealdad. Unas botellas de butano ponen la nota chillona a lo largo de toda la calle. El camión de la basura aun no pasó, y un olor acre proviene de los contenedores que rebosan bolsas pestilentes, los gatos han desparramado el contenido de algunas por la acera, una mancha oscura rodea permanentemente el rincón donde hace años se deposita la basura. Cuando salga el sol, este rincón estará poblado de moscas y el olor crecerá.
Al desembocar en la avenida, la humareda del autobús que acabo de perder me envuelve por un momento, la calle está desierta, al fondo un bar, de aspecto inenarrable merca café y coñac a los desgraciados que se enfrentan a una jornada interminable de trabajo. Como yo.
Decido caminar hasta la siguiente parada de autobús, mientras observo a mí alrededor. Los edificios grises, apagados, cubierto de una patina oscura de polución asemejan las salas de una consulta médica, sus tejados cubiertos de una maraña de cables, antenas y tejas desvencijadas son ensombrecidos por el humo negruzco de las calefacciones. En el suelo, en los huecos que quedan después de la marcha de los coches, unas manchas de aceite ennegrecen el ya oscuro asfalto, las aceras están minadas de excrementos de perros y las esquinas marcadas con sus meadas. Se hace insoportable no encontrar ninguna armonía en este caos. En la siguiente bocacalle, cambio de opinión y voy en busca de la entrada del metro. Un aire cargado y rancio sale de la abertura, que me engulle mientras el resplandor de los tubos fluorescentes me encandila.
Soy adelantado por una multitud que avanza deprisa inmersos en sus miserias, empujan intentando robar segundos al tiempo para llegar a sus absurdos cometidos. No se oye ni una risa, ni una conversación, solo el ruido de los pasos de cientos de personas y los chirridos y bufidos que provienen del fondo de los túneles, donde la serpiente de metal, engulle y vomita gente constantemente. A sus entrañas nos dirigimos todos atrapados por el destino.
En el vagón, los olores no dejan de llegar, viajamos hacinados e impregnados de humanidad, en una curva, la luz del vagón se apaga, quedando solo un par de tubos encendidos, la imagen que ofrecemos es demencial, las cabezas tambaleantes se mecen sin resistencia, adormecidos por el paso de los vagones sobre los espacios de dilatación de los raíles. En la estación de destino casi soy sacado en volandas del vagón, las escaleras mecánicas están abarrotadas de gente, unos van parados, pegados a la derecha y el resto sube por la parte izquierda, como una fila de hormigas.
Al salir a la calle, el mundo se ha transformado, un ruido infernal proviene del tráfico, pitadas, acelerones y músicas encapotan los oídos. Todo el mundo corre. Pasamos de la somnolencia del metro a ser atrapados por una prisa absurda que no nos abandonará el resto del día. Retazos de conversaciones se oyen aquí y allá, el partido del sábado, las salidas de copas, -que cansino es todo- pienso al andar.
Me dirijo al polígono, donde está la fábrica donde trabajo, algunos compañeros me saludan con la cabeza. Los inmensos camiones ya bloquean la rotonda, así será durante gran parte del día. En la entrada de la fábrica cojo mi ficha y la introduzco en la gran caja azulada con un reloj, un golpe seco me indica que la hora de entrada ha quedado grabada en el tarjetón. Voy al vestuario, saludo a los hombres que me encuentro y me dirijo a mi taquilla a cambiarme de ropa. La funda azul desprende un olor a óxidos metálicos, me la pongo, así como las pesadas botas. Apuramos los últimos minutos echando un cigarro, hasta que la estridente sirena marque el comienzo de la jornada. Desde ese momento nadie habla, cada uno en su puesto trabaja sin levantar la cabeza, ni siquiera sin comprender que son esas piezas, que van de mano en mano, de puesto en puesto, hasta la sección de embalaje, donde serán empaquetadas y enviadas a otra fábrica para su ensamblaje final. Levanto un momento la cabeza y miro a mi alrededor angustiado, el reloj de la pared, apenas marca diez minutos pasados después de las ocho de la mañana de un lunes cualquiera, de una semana cualquiera de un año cualquiera, de cualquier persona como yo.


Rafael Becerra.


Extraido del número 2 de la revista Renderén

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