Hace unos cuantos años, cuando yo era niño, y en aquel Sur, climaticamente despiadado donde nací. Había en todas las casas un objeto, que aunque inanimado, podría decirse que era un miembro más de la familia. Me refiero al Búcaro, botijo, o pipote. En un tiempo en el que un aparato de aire acondicionado era un lujo inalcanzable, y que a lo más que podían aspirar algunas familias era a un vetusto ventilador, cuya función única era remover el aire caliente. Donde las neveras estrechas apenas si permitían la cabida de alimentos y su poder enfriador era bastante discutible, como para tener un jarro de agua fresca, la presencia de un búcaro era inefable en cualquier sitio. Se oye a menudo la frase: Es más simple que el mecanismo de un botijo. Nada más lejos de la realidad. Un recipiente cerámico introducido por los árabes, capaz de bajar la temperatura del agua hasta 17 grados, cuyo secreto está en la sudoración de la arcilla, y en la posterior evaporación de esta. Recuerdo bien a mis padres, cuando llegaba un búcaro nuevo a casa, el cuidado que ponían a la hora de llenarlo la primera vez, para que ninguna gota de agua tocara el exterior. Había que esperar a que él, por si solo comenzara a transpirar, solo así se garantizaba su perfecto funcionamiento. Entonces se colocaba un pequeño encaje ajustado a la boca, y en el pitorro un trozo de madera tallado, y atado al cuello de este.
En el pueblo originario de mi madre, Huevar del Aljarafe, existía aun otro ritual más complejo alrededor del búcaro: La casa de mi abuela, carecía de agua corriente, y del pozo que había en el corral, se decía que su agua no era potable. Así, que los niños de la casa, mi hermano mayor y yo, eramos los encargados de ir cuando hiciera falta a llenar el búcaro. El lugar al que acudíamos era una plaza cercana dotada con un pozo y su abrevadero para animales correspondiente. A su lado, uno de nuestros sitios mágicos de aquel pueblo: El kiosco de Eugenio. Aquel hombre anónimo calado siempre con su sombrero cordobés. Cada vez que conseguíamos alguna peseta corríamos hipnotizados a aquel kiosco repleto de fantasías para los ojos de los niños. Los sobres de Montaplex, con sus soldados y cachivaches, golosinas y juguetes baratos que nos atraían como la flor a las abejas. Y al lado el pozo de agua fresca y brocal misterioso al que siempre acudíamos a beber, directamente del cubo metálico en nuestras correrías por el pueblo. La presencia familiar de las avispas aplacando el calor era otra constante de aquellos pozos.
Otras veces, mandados por nuestra madre o nuestra abuela, acudíamos a la casa de Rogelio a rellenar el búcaro. Rogelio era un señor mayor, escondido siempre tras unas gafas oscuras, a pesar de la proximidad con la casa de mi abuela, el agua de su pozo si que era potable. Este hombre misterioso y poco dado a la vida en la calle, era "cantaor de saetas" Unos cuantos años más tarde tuve la ocasión inolvidable de verlo cantar en una semana santa, y ante el silencio respetuoso y apabullante de todo el pueblo.
El agua de su casa, a mí no me gustaba tanto, y la seriedad reinante me hacía preferir el bullicio de la plaza donde estaba el otro pozo.
Poco a poco, y con el paso de los años, la presencia del botijo fue desapareciendo de todas partes. Los camioneros, que antaño se hacían soldar un soporte para el botijo en los chasis de sus máquinas, cambiaron estos por bidones de plástico. En los bares, un grifo junto al de la cerveza, hacía pasar el agua por el enfriador de esta, y el objeto cerámico fue dejando su lugar de privilegio en la barra. En las casas, la llegada de neveras más grandes, dotadas de congeladores independientes, posibilitó que estas se encargaran del enfriamiento del agua. Solo en los pueblos, tal vez por tradición se siguieron conservando los botijos durante algunos años.
Hoy día es difícil encontrarse con alguno. En los lugares más calurosos del Sur, aun se siguen viendo, y también en muchas obras, donde las botellas de agua compradas se calientan rápidamente y no tienen nada que hacer frente a la magia de un búcaro.
Hace unos meses en un periódico se hablaba de este maravilloso invento, e incluso se decía de unos científicos que habían desarrollado una fórmula matemática para diseñar un botijo redondo. Son noticias banales que me hacen sonreír, que le pregunten a cualquier Alfarero del Sur de España, o de Marruecos, si saben algo de ecuaciones matemáticas a la hora de fabricar un búcaro, que observen si en su taller, junto al torno existe una pizarra plagada de números.
Muchas veces, en muchas ocasiones de la vida, el ansia de poder explicar todos los fenómenos por el ser humano nos acerca peligrosamente a una profunda estupidez.
¿Acaso se puede explicar a través de las matemáticas que varias personas esperando turno para echarse un trago de agua fresca de un búcaro entablen amistosamente una conversación?
el reverendo Yorick
4 comentarios:
¿Acaso se puede explicar a través de las matemáticas que varias personas esperando turno para echarse un trago de agua fresca de un búcaro entablen amistosamente una conversación?
¡Cuántos recuerdos me han evocado tu BOTIJO!Cientos de anecdotas e historias, alrededor del modesto, del sencillo búcaro.
He copiado tu última frase porque tienes mucha razón: el botijo, la bota y el porrón, si -como el "porro"- no pasan de mano en mano, falta algo y, ese algo son los otros con los que compartir; con
los que compartir los pequeños momentos sublimes de la vida.
Fiel reflejo de un estilo de vida que se pierde. Las conversaciones en el brocal del pozo o esperando el trago de agua del búcaro o botijo. Cuando entablar una conversacion con desconocidos no era raro ni hacia pensar "y a este que le pasa????" . Hoy por desgracia si das los buenos dias al entrar en un bar, hasta te miran mal.......Suerte que pudimos vivir momentos como el que describes. J&B
Tu escrito me ha decido: me compro un botijo -blanco, son los mejores-. Este verano, nada de nevera ni de frigorífico, ni de frigidaire.
¿Y, qué decir de la bota?
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