El siguiente cuento ha sido redactado con motivo del día de la mujer trabajadora, con la esperanza siempre pendiente de que nuestra capacidad para ser libres nos evite ser víctimas de discursos vacíos de contenido.
El despertador sonó a las 7: 15 como todos los días. Agustín lo apagó estirando el brazo y al girarse para desperezarse notó la ausencia del cuerpo de su mujer, Amparo, a su lado. Encendió la luz de la mesilla, y efectivamente ella no estaba allí, la luz del baño estaba apagada y por la puerta tampoco entraba ningún resplandor. Agustín se levantó y recorrió toda la casa en busca de su mujer, pero no la encontró. Álvaro, el hijo de ambos dormía placidamente ajeno a la perplejidad de su padre. Recordaba Agustín que hacía dos noches habían discutido, y que ella lo amenazó con irse a casa de su madre. ¿Lo habría hecho? Se preguntaba confuso, era demasiado temprano para llamar allí, así que optó por ducharse y ponerse en marcha.
Después de la ducha, y asumido ya que llegaría tarde al trabajo al tener que llevar a su hijo al colegio se llevó la segunda sorpresa del día: su ropa no estaba preparada donde siempre, y no parecía tener ninguna camisa planchada, pues todas ellas engrosaban enormemente el respaldo de una silla al lado de la tabla de planchar. Resignado se puso la que menos arrugada le parecía, y después fue a despertar a su hijo. Este, lo primero que hizo fue preguntar por su madre. Tenía Álvaro doce años y las primeras señales de la pubertad ya asomaban a su rostro, su padre le respondió con evasivas, instándole a que se diera prisa en prepararse, aunque él tampoco lo tuvo fácil a la hora de encontrar ropa limpia que ponerse. Después de un frugal desayuno algo caótico, los dos se dirigieron hacía el garaje en busca del coche. Aquél día las camas quedaron sin hacer, y unas tazas y platos sucios se amontonaron en el fondo de la pila.
Cuando llegaron al colegio fue cuando Agustín empezó a preocuparse de veras, pues allí no había ni una sola madre dejando a sus hijos, todos los padres que habían acercado a sus vástagos al colegio tenían poco más o menos el mismo aspecto arrugado que él. Su mente se negaba a aceptar que el hecho de que allí no hubiera ninguna mujer tuviera alguna relación con la desaparición de Amparo, por otro lado, la poca comunicación con esas personas, que parecían estar viviendo la misma experiencia que él, y un tonto individualismo, le impedían preguntar a alguien si todo iba bien.
Nada más dejar a su hijo con la promesa de recogerlo por la tarde, se percató de otro detalle que le inquietó un poco más. En el kiosco y la panadería que habían enfrente del colegio dos ojerosos señores conversaban entre sí, nunca los había visto, pues estos negocios siempre estuvieron regentados por mujeres. Sin aguantar ni un minuto más y alarmado por la sirena de un coche de policía que paso a toda velocidad por la calle, se acerco hasta los comercios para ver si podía enterarse de algo. No le hizo falta acercarse mucho para entender de lo que hablaban los dos hombres. Se estaban contando la desaparición de sus esposas, lo mismo que otro corrillo con el que se cruzó un poco más adelante.
Un malestar empezó a apoderarse de Agustín, que ya no pudo aguantar más y llamó por teléfono a casa de su suegra, esperando que fuera Amparo quién cogiera el teléfono. Pero en lugar de oír su familiar voz, o incluso la de su suegra que lo tranquilizara, el hiriente tono telefónico no hizo sino aumentar su angustia. ¿Es que verdaderamente había desaparecido todas las mujeres?
No era exactamente así, en realidad la desaparición formaba parte de un plan ideado por todas las mujeres del pueblo que pretendían dar un escarmiento a los hombres en general, hartas siempre de oír promesas sobre igualdad, que no se cumplían nunca en cuanto a lo que en trabajo se refería, tareas del hogar, crianza y educación de los hijos, y otras cientos y cientos de situaciones y obligaciones que nunca se compartían, y que siempre acababan asumidas por ellas. Ante este desfase constante, un grupo de ellas había maquinado un plan que tardaron más de dos años en poner en marcha, y que consistía básicamente en fijar un día y una hora determinados y desaparecer del pueblo, para de una manera drástica y durante unos días desequilibrar el buen funcionamiento de la comunidad, y generar un reflexión comunitaria sobre la importancia del colectivo femenino en el equilibrio del pueblo en particular y del mundo en general. Para ello, y en el más absoluto secreto habilitaron un antiguo campo de fútbol que había en los alrededores con la ayuda de las empleadas de limpieza del ayuntamiento que disponían de las llaves del recinto. Así fueron montando un campamento bajo los graderíos que era invisible incluso desde el aire, aprovisionaron el lugar de agua y comida para una semana y silenciosamente y durante la madrugada elegida desaparecieron de sus hogares y se encerraron en aquel viejo estadio a esperar las consecuencias de su decisión.
Mientras tanto en el pueblo el desconcierto se había instalado en todas partes. El gobierno municipal había organizado una asamblea en la plaza del pueblo, sin que por el momento se hiciera ninguna denuncia, aunque en este punto hubo que convencer al sargento de la Guardia Civil que era un poco cerril y hablaba de conspiración, o incluso de intervención extraterrestre. Se enviaron observadores a los pueblos cercanos donde la actividad era totalmente normal, por esa razón la municipalidad decidió no denunciar aquel extraño hecho que estaban viviendo.
Las mujeres por su parte, ya tenían previsto como habrían de actuar, y pasada la hora de la comida, tres de ellas entre las que se encontraba Amparo, que era una de las autoras del plan, llamaron por teléfono al ayuntamiento.
La llamada los pilló a todos por sorpresa, quizás la teoría de una intervención de otro mundo había cobrado fuerza, dado lo insólito de la situación. El alcalde fue requerido, para negociar, por una concejala que formaba parte del trío femenino. El comunicado fue corto, no había exigencias, simplemente se invitaba a todos los hombres del pueblo a experimentar en sus propias carnes como sería la vida sin mujeres, y el porque se había llegado a esa situación. También se les instó a una nueva comunicación al día siguiente. El alcalde tímidamente antes de colgar el teléfono preguntó por su esposa.
Aquella noche, y después de ser informados todos los hombres de que sus mujeres estaban bien, y de cómo había transcurrido la conversación, se retiraron a sus casas, con la intención y la promesa de pensar sobre el asunto, aunque algunos simplemente echaban de menos una compañía a la que se habían acostumbrado demasiado. Agustín le dio muchas vueltas a su relación con Amparo, reconoció para sí mismo la de veces que no daba importancia a lo que ella le decía, se sorprendió de veras de lo egoísta que podía llegar a ser.
Las mujeres por su parte también se hicieron cargo de los inconvenientes que tendría una vida en un mundo habitado solo por ellas, la apretada convivencia en el viejo estadio, provocó algún que otro incidente que fue mermando la ilusión del primer día.
Al cuarto día, y después de una comunicación diaria con los hombres decidieron todos de mutuo acuerdo que ellas volvieran a casa. El asunto había trascendido el secretismo del pueblo, pues era evidente para alguien que viniera de fuera que allí pasaba algo, así que el quinto día, el acordado para la vuelta al pueblo, este amaneció plagado de cámaras de televisión y de periodistas que no se cansaban de llenar horas de infames programas a costa de una realidad de las mujeres en la
sociedad que ellos mismos se encargaban en muchos casos de hacer perdurar.
La alcaldía se comprometió a equilibrar los sueldos de todos sus empleados independientemente de que estos fueran hombres o mujeres, también promovería el acceso de estas a puestos de trabajo más cualificados y a la formación de las amas de casa en actividades propuestas por ellas mismas. Aceptaría del mismo modo la creación de una asamblea de mujeres que mantuviera una comunicación con estas y sus problemas. Los hombres por su parte se comprometían a participar más en la educación de sus hijos y en el reparto de las tareas domésticas. Así como en intentar diluir ese enquistado patriarcado que tanto mal había hecho a lo largo de la historia. Ellas por su parte prometieron paciencia con estos difíciles cambios, sobre todo con el último punto.
A las doce de la mañana del último día, las mujeres del pueblo abandonaron su escondite para acercarse andando hasta el pueblo, donde la impaciencia casi se masticaba. Así acabo aquella historia, esa noche, todos los Agustines del pueblo se reunieron con sus Amparos, acompañados por sus Álvaros, esperanzados todos en empezar de nuevo un mundo que se había prometido tantas y tantas veces y que nunca llegaba.
Rafa Becerra
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