Al señor Isidoro:

Con el devenir de los años caigo en la cuenta de que no se quien es usted en realidad. Dudo de si es usted un dulce gato, o por el contrario un mal perro. Me debato dilucidando si su naturaleza es la de un santo místico tan farsante como su homónimo sevillano, o en realidad no es usted mas que un burgués con suerte, provisto de un embaucador discurso y de una labia prodigiosa.
Allá por mi adolescencia, compartí con otros muchos la ilusión a la que, como un encantador de serpientes, nos sometió, en aquellos primeros años de los 80, pero la candidez que me rodeaba en aquellos años, se fue despegando de mí, como si de la corteza de un eucalipto se tratara, ayudado este cambio por mi prematura madurez, y también, por la perplejidad que me fueron produciendo los actos y las consecuencias de estos, a los que usted ligeramente se entregaba. Esta perplejidad, he de decir, fue mudando en una creciente rabia, que acabaría desembocando en un odio visceral hacia su persona, y hacia todo aquello a lo que usted representaba, así como al reflejo despreciable que su figura generaba en la sombra y que a la larga acabaría siguiendo sus pasos destructores, disfrazado como una óptica de cambio, curiosamente como usted en sus principios.
Vi a muchos que quedaron sin palabras cuando volvían su memoria del revés para observar en el tiempo su devastador periplo hacia quién decía defender. Asumido su papel de UBU palurdo venido a más, usted, señor Isidoro, se dedicó a fabricarse la imagen de un ídolo de masas con vistas a pasar a la historia, olvidándose por cierto de afianzar sus cimientos, es decir sus pies, que como los de todo megalómano ignorante suelen quedar de barro.
Se la jugó a los de su propio equipo, desprestigiando sus ya miserables personas y abandonándolos en pro de su beneficio personal. Se colocó usted por encima de una ley, y una institución a la que juró respetar, ajeno a los escrúpulos de una inexistente conciencia, que supo callar con la lápida millonaria de la corrupción.
Hoy día, bañado, parece ser, con el don divino de la sapiencia, se pasea usted de entrevista en entrevista, dando la imagen de un dios que se apea de su Olimpo para dar consejos y pautas a sus descabezados discípulos, del mismo modo, y con la misma tranquilidad, se alía usted, con sus amigos empresarios que a las sombras, y no tanto, dirigen el designio funesto de este país. Situándose como punta de lanza espiritual en el barrido ideológico que ejercen las empresas energéticas sobre esa plebe en la que tantas veces, otrora, usted se meó.
Le contaré algo señor Isidoro: Muchas veces recuerdo a mi vecina Pura, casi otra madre para mí. Tenía en el mueble de su salón, encima de la televisión una fotografía suya enmarcada, la tuvo muchos años, y en más de una ocasión la vi besando aquella foto con los ojos chispeantes. Muchos hijos tuvo Pura, el más pequeño es mi amigo del alma, juntos nos reíamos de las ocurrencias de su madre, que también lo era un poco mía. Pura murió hace unos años, casi tan pobre como había vivido toda su vida. La resignación fue una constante en aquellas personas que se justificaban en un pasado franquista para aguantar tristemente su presente.
Pienso en aquellos besos a su fotografía señor Isidoro y acaricio mi cutex de cristalero, ese mismo que besa mis manos con pequeñas cicatrices rosadas, y pienso también en mi odio, en mi cutex, y en sus labios, y creo señor Isidoro, que si le tuviera delante se los cortaría con el cutex para que nunca más engatusara a nadie con ellos, para que el complemento de su lengua viperina desapareciera dejando su rostro como lo último que nadie quisiera tener sobre la tele. Si Pura leyera esto probablemente me daría un cachete increpando mi salvajismo, pero ella, al igual que otros muchos a los que usted traicionó, ya no está, y yo, de alguna forma señor Isidoro, soy guardián de su memoria, y por tanto tengo ese derecho a actuar por ellos.

Así y para terminar, señor Isidoro, le invito a que piense, antes de que la premura de la muerte le haga reflexionar como a todos, le ofrezco la soledad de su propia meditación, también le diría que como si de un huido nazi se tratara se escondiera usted en Brasil o donde le plazca y deje de aparecer en nuestras vapuleadas vidas sintiendo una omnipresencia que nunca tuvo, desarrolle su afición jardinera y piense, piense, en ese sur sobrado de grados, pegado al terruño al que usted traicionó, por ponerle un ejemplo, piense en lo que creó, piense en Pura y en otros tantos como ella, y después de pensarlo señor Isidoro, suicídese o desaparezca de una vez de nuestras vidas, que ya tenemos bastante con la infamia que nosotros mismos creamos y dejamos crecer.



El reverendo Yorick.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me produce mas asco Isidoro que Aznar y Rajoy juntos

Anónimo dijo...

Cuando era joven yo estaba enamorada de Felipe González -porque te refieres a él-. Siempre me hacía las pajas metiéndome un pepino y mirando una de sus fotos. De un cartel que arranqué que habían pegado los socialistas. Ahora, como dice el otro anónimo, me produce repugnancia.
Tanta, como Zapatero, su abuelo, Guerra y los otros impresentables que nos engañan cotidianamente.