planeta campo

Orgullosos y felices habitamos un planeta de plástico, artificial y materialista. Aceptamos como consumidores cualquier pienso que se nos ofrezca, rebozados en sabores artificiales, colores desvaídos y uniformidad en las formas. Comemos pitracos de carne liberados de pieles, grasas, tendones y huesos. Cuadraditos perfectos colocados como un puzzle que cuesta creer proceda de un ser vivo. Retiran de nuestra vista sangre, vísceras, ojos, patas y pezuñas. Lo mismo ocurre con los vegetales, uniformados por tamaño, peso y color, o troceados, en la máxima expresión del desvirtuamiento de la realidad. No es de extrañar que haya niños que no hartan visto nunca una vaca, o una cabra. Que no sepan del olor de una cuadra, ni el del trigo recién segado.
Habitamos ciudades masificadas que se colocan deliberadamente de espaldas al campo, a la montaña, al mar, o al desierto. Huimos de nuestro propio planeta, incluso diríase que tememos pisarlo, pues alfombramos el suelo virgen con cemento y hormigón. Sin embargo, llegado ese periodo de tiempo llamado vacacional, donde creemos ser dueños de nuestro tiempo, abandonamos la ciudad en busca del “medio natural” un medio, que si aparece entrecomillado es para hacer notar que para que sea de nuestro agrado ha debido ser modificado y adaptado previamente. Así disfrutaremos de un paseo por un barranco, desde una cómoda pasarela que nos permita atravesarlo con las manos en los bolsillos. También podremos visitar cualquier gruta, a la que se habrá colocado iluminación, barandillas y escaleras que pisaremos temerosos de resbalar con nuestras botas de aventurero, acorde con el resto de la indumentaria comprada para la ocasión.
Manifestamos sin vergüenza nuestra superioridad ante las personas que decidieron vivir vinculadas a la tierra, demostrando no ser más que imbéciles rodeados de discursos y títulos que dejan de tener sentido ante los hechos que caen por su propio peso y que con su manifestación natural nos dejan desvalidos y desnudos.
En la colonización realizada sobre países paradisíacos ocurre lo mismo. Complejos hoteleros se instalan por todas partes, rodeados de muros, vallas y zonas acordonadas que impidan al turista no ya ver la realidad del país al que somete con su presencia, esta la conoce de sobra, sino evitar que ningún pedigüeño molesto le incomode en sus vacaciones exóticas pagadas al más alto precio, o también de saldo, pues para el capitalismo todos somos útiles, seamos ricos o pobres.
No se que es peor, si asistir a una escena de caza de los últimos pueblos caza-recolectores, con sus arcos rudimentarios y ofrecerles nuestro rifle, comprado o alquilado saltándonos miles de años de evolución, entendiendo nuestro modelo evolutivo basado en el progreso industrial como único. O por el contrario conservar estos pueblos como una rareza del mundo, fotografiarlos y hacer documentales para televisión mientras los confinamos en territorios perfectamente demarcados y aislados de otros grupos, condenándolos así a una lenta y degenerada extinción.

Este es el triste balance de nuestro paso por el planeta, complices todos de su agonía que implica la nuestra propia. Víctimas todos de un ego que siempre persiguió la esencia de unos dioses creados por nuestro enfermo imaginario que inventó fatalmente un espejo donde mirarse.



Yorick.

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