Los libreros

Hubo un tiempo en que encontrabas en ellos a un amigo, a un maestro, a un cómplice. Buscabas una referencia, y ellos te ofrecían diez más. Cuando volvías por la librería, después de haber devorado las sugerencias hechas por ellos, y las tuyas propias, siempre había tiempo para comentar, para discutir, para escuchar y para aprender. La calidad de las obras hacia difícil encontrar algún libro malo en los estantes. Te perdías entre novelas, ensayos, estudios, biografías, etc. Diluyéndose en muchas ocasiones la noción del tiempo, sin tener nunca la sensación de perderlo, todo lo contrario, salías enriquecido por haber invertido aquellas horas en aquellos lugares.
Una lectura te llevaba a otra, y así se hilaba un libro único e impredecible que redactaba el caprichoso y tortuoso sendero del aprendizaje libre. En el, el librero casi sin querer, tenia un papel fundamental, sus comentarios, sugerencias, aportaciones, y también su rechazo de algunas obras tallaban esmeradas filigranas en los caminos de la búsqueda personal.
Poco a poco, aquellas librerías fueron desapareciendo. El acoso de una literatura de consumo, de usar y tirar, de libros de moda, de novelones disfrazados de obras maestras, de negociantes de las letras, creadores de libros fáciles y masificados, fue arrinconando la artesanía de una profesión. Los libreros ya no encontraban ediciones acordes con sus negocios, fueron apartados hacia el lance y los volúmenes descatalogados, les llevaron hacia la antigüedad, como ellos mismos.
Se convirtieron en un vestigio del pasado, sus locales adoptaron el aire silencioso y polvoriento de una biblioteca con siglos de vida. Pequeños negocios familiares dedicados al conocimiento que en pocas ocasiones fueron bendecidos con un relevo generacional. El cierre, o el negocio de las ferias de ocasión los alcanzó pronto, mercaderes que ignoran las manos anónimas que escudriñaron las páginas de aquellos libros, los venden por lotes, y van de ciudad en ciudad, de feria en feria, de rastro en rastro.
Aquellos hombres y mujeres que amaban los libros, que atesoraban una trastienda revolucionaria donde los libros prohibidos se mercaban ilegalmente, desaparecieron para siempre.

Apestosas tiendas cuyos escaparates no permanecen iguales ni una semana, intentan adoptar aquel aire, colando alguna obra inmortal, entre toda la paja adornada de colores y criticas benevolentes que alienten la venta consumista de los libros actuales. Con música de fondo y un: -esta muy bien este libro- acompañado de una sonrisa de los dependientes, se convence a unos compradores compulsivos que se sienten cultos por una vez en su vida.
En el ‘summun’ de la humillación literaria se sitúan las grandes superficies comerciales que sin escrúpulo ninguno mezclan fideos, pañales, bicicletas y libros, en una amalgama de ruidos y luces, donde se hace imposible pensar siquiera en los cientos de volúmenes que se amontonan en las estanterías y mesas. Y donde no se trata de elegir un libro, sino de comprar un producto, de ahí esa insensata forma de presentación, y ese desprecio por el pensamiento y el conocimiento. Lugares de los que habría de huir corriendo si se tiene algún amor por los libros. Horrores demenciales creados con el fin de restar importancia a las ideas, dirigidos a la manipulación del pensamiento y a acabar con la libertad de elegir por uno mismo.

Si queda alguna vieja librería en las ciudades en las que viven, prueben a entrar un día, de manera sutil consulte algo con el librero, sondee su conocimiento y se sorprenderá de lo que oculta ese lento proceder con el que buscara sin prisa por los estantes, mientras le comenta el libro, le habla del autor, o de su época, y cuando lo encuentre, si usted decide comprarlo o por una de aquella conoce el libro solicitado y le rebate algo al anciano, mire sus ojos sin miedo, allí en esas pupilas cansadas encontrara un brillo inusual, una complicidad, un hermanamiento, quien sabe… déjese recomendar y estará viviendo algo, que esta pronto a desaparecer.


El reverendo Yorick.

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