el trabajo de su vida

Por primera vez en veinte años sintió que las cosas empezaban a cambiar. Y quién lo diría, por un trabajo. Hasta entonces, durante esos veinte años, su trayectoria laboral, había caminado siempre de mal en peor, erráticamente, agarrándose a cualquier trabajo que se presentara. Así, de contrato en contrato, de paro en paro, y de trabajos en negro en trabajos en negro. Veinte años. Cada ocasión en que arrastrado por la búsqueda de un nuevo empleo tenía que sentarse ante la máquina de escribir a componer un currículo, nunca sabía por donde empezar, nunca mentía, no hacía falta, hubiera sido descubierto de inmediato, pues siempre pensó que para mentir hay que valer. El problema era como componer una hoja de papel que le abriera la puerta de un trabajo, unos meses con sueldo, ¡joder! Poder ir pagando la casa, respirar un poco a fin de mes, y todo dependiendo de una maldita hoja de papel, llena de nombres y fechas, que de ningún modo avalaría todo su saber hacer, sus capacidades, sus aptitudes…
Esta vez, todo era diferente. Estaba parado, y en ese tiempo fue reclamado por la oficina de empleo para realizar un curso. Le habían llamado un millón de veces, para los malditos cursos. Hace años hizo uno de electricista de viviendas, jamás trabajó de electricista. Desde entonces, siempre encontraba una excusa para no hacer cursos, y funcionaba. Pero en aquella ocasión, la cosa era diferente, el curso estaba orientado a ingenieros, ¿como había llegado él a aquella selección? Cualquiera sabe. Lo cierto es que un par de años antes había trabajado de dibujante, en otra ciudad, atesoraba todos los contratos y certificados y se guardaba bien de que constara en su ficha de la oficina del paro. Seguramente el ordenador le había identificado como candidato al curso y así, sin hacerse muchas ilusiones acudió a la presentación.

Ante su sorpresa, le admitieron, y ante su sorpresa también, el curso prometía, tenía posibilidades, sabiéndose mover claro, aunque esto último siempre se le dio bien. Tres meses estuvo en la academia, al principio, todo le sonaba a chino, poco a poco, tenazmente fue comprendiendo, queriendo saber más, y aprendiendo todo cuanto pudo. Su profesor le alentaba, sorprendido quizás, de la presencia de aquel hombre allí, entre ingenieros y licenciados se desenvolvía perfectamente un obrero, un buscavidas. Era el de mayor edad del aula, pero también el más despierto.
Cuando termino su enseñanza, se puso manos a la obra. Esta vez el currículo no le supuso los quebraderos de cabeza de otras ocasiones. Tenía claro donde debía acudir. Cogió la guía de teléfonos y preparó una lista exhaustiva de todas las empresas donde pudieran estar interesados en alguien como él. Sabía por otro lado que la falta de título universitario era un obstáculo complicado en un país que padece titulitis, pero no estaba dispuesto a desanimarse.

Y ahí estaba el resultado. A los dos meses trabajaba en una oficina, delante de un ordenador. Las primeras semanas fueron agotadoras, tenía que aprender mil cosas, para poder desarrollar su trabajo y se puso manos a la obra plenamente. Merecía la pena, de repente no tendría que estar en invierno mojándose y en verano asándose de calor en cualquier obra, no llevaba funda ni pesadas botas de seguridad y empezaba a pensar que su opinión era tenida en cuenta. Se equivocó.
El estigma de obrero le perseguía, ¿como podría pensar?, iluso de él, que tendría alguna posibilidad de que cualquier idea que tuviera pudiera ser tenida en cuenta. Como decía antes, la “TITULITIS” es un grave padecimiento en nuestros tiempos. Siempre había sido consciente de este hecho, había leído muchos libros, tenía la rara afición de escribir, había acudido a congresos, incluso se matriculo en la universidad, aunque decepcionado la abandonó, y siempre en todas partes había oído la pregunta. Cuando manifestaba su opinión de algún tema, en alguna conversación, aparecía por allí la pregunta, como un mecanismo defensa, el interlocutor que veía sus argumentos desarmados por el análisis enseguida se refugiaba en la pregunta que sabía le daba cobijo y autoridad:- ¿Y tú que has estudiado? – Nada. De esa forma se zanjaba el asunto unos tienen las paredes enfermas de diplomas y el cerebro vacío y otros tienen lo contrario pero no tienen el aval que les presente como pensadores o estudiosos.
Muy pronto estas diferencias se mostraron en su trabajo, todo lo que hacía era puesto en duda, repasado y revisado un millón de veces, para en la mayoría de ocasiones cambiar un detalle mínimo, que demostrara sutilmente quién mandaba allí. Su jefa, más joven que él, no perdía ocasión para reafirmarse y poco a poco convertir al plebeyo que quiso ser ingeniero en un oscuro oficinista cuyo efímero reino fue menguando hasta quedar pegado al rincón de la fotocopiadora. Poco a poco, la animosidad que demostró al principio se fue apagando, los días se convirtieron en callejones sin salida donde cumplir una condena, y en su mente se empezó a fraguar la forma de salir de allí, mientras ella parecía ajena al cambio, y seguía, cada vez con más ahínco pidiéndole cuentas de todo, como si él fuera capaz de leer su mente dispersa.
Un día en que acudía a trabajar, con el ánimo por el suelo, se encontró de frente con un equipo de trabajadores que colocaban cable óptico por las fachadas, al final de la calle, otros obreros abrían una zanja con el mismo propósito, sin dudarlo un momento les abordó preguntando por la empresa para la que trabajaban, el sueldo que cobraban y las condiciones de trabajo. Aquel día no fue a trabajar. Cuando llegó su jefa, extrañada le llamo por teléfono, solo lo intentó una vez más. Ninguno de los dos volvió a saber nada del otro. El volvió a la calle, con una funda y unas pesadas botas de seguridad, pero feliz, se reía con los compañeros que haciéndole bromas le llamaban el ingeniero…el ingeniero del pico y la pala. De esa forma fue recuperando el ánimo.
Un día en que abría una zanja con el martillo compresor un coche paró delante de los obreros, era ella su antigua jefa, el se había quitado un momento la protección acústica y las gafas de seguridad para limpiarse el sudor, se quedó helado, por un segundo se miraron los dos, solo un segundo, al instante el se colocó los auriculares, las gafas y el casco, agarró el martillo con las dos manos y siguió perforando, el coche empezó a alejarse despacio conducido por una joven con la mirada perdida.


El reverendo Yorick.

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