CRONICAS GALÁCTICAS

Toda su historia fueron tiempos difíciles para aquellos seres. Pareciera que fueran castigados a no conocer la inmediatez de la muerte y por el contrario estuvieran extrañamente dotados para vivir con el miedo constante a su fin. Ellos mismos, en su crueldad, aprendieron a utilizar ese miedo para someter a sus semejantes y ese poder los enloqueció. Muy pronto todas las tribus de aquel mundo se vieron salpicadas de aquella condena. Muchas fueron extinguidas. Otras diezmadas. La locura convertida en gen estaba llamada a arrasar toda la vida de aquel lugar. Vivian en una constante improvisación, inventando futuros terribles o esperanzadores según les conviniera. Las víctimas de sus errores y sus supuestos aciertos eran olvidadas bajo una capa de tierra. Y la justificación que les permitía su capacidad para comunicar sus pensamientos abstractos se hacía cargo de las disculpas. Así expandieron sus fronteras, salpicándolas de miedo y brutalidad.
Sus obras, de porte magnífico, se enfrentaban vacías contra al tiempo, y la llegada de una hiedra derrumbaba los muros de la soberbia, así como el moho despojaba de su brillo a las piedras. En su errático caminar atravesaron épocas arrastrados por su balanceante devenir. Trataron de crear bibliotecas que los enalteciera como raza, pero fue tanto el calibre de sus mentiras y manipulaciones, y tan hueca la idea, que pronto cayeron en el olvido y la monotonía del engaño. Montones de legajos polvorientos se deshacían en archivos que nadie consultaba. Su pequeñez ante la quietud del universo y su incapacidad para entenderlo les atormentaba en vida y solo en la destrucción encontraba consuelo y se creían a la altura de las fuerzas arcanas del infinito. En una triste parodia de poder, estos seres malditos inmolaron su planeta arrastrados por la soberbia que les dio su ignorancia.

El reverendo Yorick

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