El último acto heróico

Sepa usted, señor Juez, que todo lo expuesto por este hombre es cierto. Que soy culpable del robo que se me imputa, pero también, y aunque no sirva de descargo ni disculpa, me gustaría narrarles el motivo que me llevo a cometer tal acto. Una fuerza mayor que arrastró mis manos hasta el objeto sustraído. Mi perdición aceptada y confesada, y que me atrevería decir provocaría en mí, de nuevo una reincidencia.

Resulta que padezco un amor desmedido por los libros. No por el objeto en sí, aunque reconozco la belleza de una buena edición. Sino por su contenido. Con el paso de los años, y como un gourmet de las letras, la literatura de verdad me ha arrebatado el pensamiento. No puedo evitar allá donde voy, fijarme en ellos, buscarlos con la mirada, y explorar sus lomos en busca de títulos escondidos entre otros papeles sin valor. Debido a mi trabajo que me lleva continuamente a domicilios ajenos, veo bibliotecas, o simples acumulaciones de libros a diario. Mientras realizo la actividad que me proporciona el sustento, de reojo, espío los anaqueles analizando los títulos de los volúmenes.
 Se puede saber mucho de alguien por los libros que hay en su casa. Es fácil discernir si siente algún amor por ellos, o por el contrario los utiliza para adornar estanterías muertas, sin saber siquiera de las maravillas que ellos encierran.
Eso es lo peor, lo que me resulta insoportable, mucho más que contemplar esos cementerios polvorientos de libros, el saber que son ignorados, que permanecen allí, para dar un aura de intelectualidad y sapiencia al imbécil que los custodia.Y eso mismo fue lo que me empujó un día a estirar la mano, agarrar un ejemplar elegido y guardarlo en mi camisa. La necesidad de volverlo a la vida, de que sea leído, varias veces, muchas veces, que la pátina del uso le desmaquille el color, que se hable sobre él, y que pase de mano en mano en un viaje de años, hasta caer rendido por el tiempo, y aun así, sus hojas despegadas se esparzan por el aire, sorprendiendo aun a quién por casualidad se encontrara con una ante sus pies.
Con esta idea en mente comencé mi carrera delictiva, señor Juez. 
No recuerdo el número de volúmenes sustraídos, ni se su destino final. Lo que si se, es que la mayoría de ellos, antes vírgenes, han sido leídos, no una, sino muchas veces, han sido comentados, han inspirado nuevos relatos, y han provocado nuevos adictos, tanto a la lectura como al robo de los mismos. Robo, que en si mismo no lo es  aunque sus leyes no lo contemplen así. ¿O acaso no fueron escritos para ser leídos? ¿Soñaron sus autores quizás con ver su trabajo acumulando polvo o sirviendo para equilibrar mesas descuadradas?
Yo niego la propiedad de un objeto que nace libre, que nace para ser leído, para resistir el trato de lectores enfebrecidos que retuercen sus líneas, exprimen sus palabras, buscando el precioso jugo de sus páginas.
Antes de ser condenado, por tanto, proclamo mi culpabilidad, reniego de ninguna corrección, y mucho menos de una reinserción que me haga olvidar mi verdadero fin, en esta inculta y desmemoriada sociedad.
Aprieten los grillos todo lo que quieran, porque otros vendrán, a reclamar una herencia que no merece morir en un rincón polvoriento. Y que volará de mano en manos, lejos de la vista de quién los compró para esconderlos del mundo.

el reverendo Yorick.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

LO SUSCRIBO.¡ABSUELTO!

Unknown dijo...

Genial! Roba libros en casas de cualquier ‘Don Alguien’ que lo único que pretende es sorprender a futuros visitantes, pretende aparentar ser alguien que no es. Pues bien, el protagonista no sólo no se excusa sino que se declara culpable y con seguras reincidencias...brutal. Y pienso: Con esa viva vocación hacia la lectura, ¿quién podría culparle? Yo no podría.

Cito:
“Vanas resultarían las dotes intelectuales para quien al mismo tiempo no tuviese un vivo sentimiento de lo bello y lo noble, sentimiento que sería el móvil de aplicarlas bien y con regularidad” pues sería así…”(…)el gustar de algo por ser muy artificioso y difícil: (…), por ejemplo, de libros primorosamente colocados en largas filas dentro de la estantería, y una cabeza vacía que los contempla, llena de satisfacción”
Immanuel Kant; Lo bello y lo sublime.