El psiquiatra se ajustó el nudo de la corbata apurando los últimos minutos que le quedaban antes de volver a la sala de congresos. Maldijo para sus adentros el momento en que se le ocurrió la idea, el momento en que se dejó convencer para estudiar psiquiatría, el momento en que se creyó que era alguien. Ahora, al borde del hundimiento personal y profesional había inventado este grupo de trabajo con la esperanza de remontar el vuelo, de volver a ser un nombre dentro de la profesión, y por el contrario todo estaba siendo un desastre. Sus colegas allí reunidos no tardarían en firmar su acta de defunción profesional. El congreso llevaba todas las papeletas para ser un fracaso absoluto desde todas las perspectivas y la psiquiatría en general se quedaba en pelotas ante los sujetos que se habían presentado voluntarios en busca de sus minutos de gloria, pues lejos de querer curarse, los muy cabrones se dedicaban a dejar fuera de juego a todo el gremio de loqueros de la ciudad, cuya única respuesta ante el problema iba siempre a parar a los electroshock o a la medicación compulsiva y anulante de la voluntad. Ante ese panorama, los invitados dejaban correr sus turnos de palabra, y las ideas brillaban por su ausencia. En ese instante se dio cuenta de lo estúpido que era seguir con aquello, que él, en realidad nunca había tenido vocación, y lo peor, que en los años en los que desarrolló su profesión, no dio con un solo doctor que la tuviera, que el objetivo general de tan aclamada ciencia no era otro que anular al paciente por completo, que de manera dócil sería devuelto a la sociedad con sus sentidos y sensibilidades mermados para dejar de causar problemas.
Y por el contrario allí estaban aquellos doce, respondiendo a los test tan alegremente, y con respuesta para todo. Con una frialdad a prueba de bombas, y convencidos de lo que pensaban, apoyados también por la falta de respuestas de todo el colectivo psiquiátrico de la ciudad.
CONGRESO SOBRE MISANTROPÍA. Ahí es nada. Ha resultado ser como cuando un cura trata de convencer a un agnóstico de la existencia de Dios, y este le rebate y le increpa todo el rato a que le explique lo de la santa trinidad. Todavía le retumba en la cabeza la respuesta de aquel tarado de la camisa a cuadros cuando se le preguntó en el test, que le gustaría ser si volviera a nacer. Y contesta el cabrón que el virus del ¡Ébola! Y los demás para colmo se ríen o le felicitan, y allí abajo, los doctores con cara de berzas mirándose unos a otros. Los pacientes, que dudo ya si el apelativo se puede aplicar a ellos con corrección, dan muestra de una cordura absoluta, salvo por su odio infinito hacía el ser humano, sin llegar a ser una conducta criminal, pues hasta la fecha ninguno de los estudiados tiene ningún tipo de antecedente delictivo. Como el ejemplo del virus de Ébola había otros once, de capacidad destructora parecida, o menos sofisticados pero igual de eficiente.
Y ahora tenía que volver a la sala, a cerrar el congreso, a exponer las conclusiones de los comportamientos misántropos, a convencer a los presentes de que había una línea de estudio e integración abierta. Y nada de eso era cierto. No había nada, solo una incapacidad común para reconocer que semejante forma de pensar no dejaba de tener razón, y que desde luego era generada por esa sociedad idílica a la que él pertenecía, pero que en su estatus de psiquiatra no percibía en su totalidad, que la burbuja social en la que se veía inmerso distaba mucho de los problemas reales, y que estos no se solucionan sin saber su origen ni su desarrollo.
Cerró la puerta del baño y se dirigió a la sala de congresos. A un lado del pasillo quedaba la puerta de esta, enfrente, al otro lado la puerta que conducía a la calle. Tomó la dirección de esta última, abandonó su ponencia en una papelera y se perdió entre la gente.
Yorick.
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