el hambre

En lo más profundo del bosque alguien cava. Su miedo, que lo tiene, no proviene del silencio y la penumbra, ni siquiera de las alimañas que sabe habitan ese reino. Su miedo, el que le roba el sueño por las noches, es encontrarse su escondrijo profanado. Llegar una noche, y que ante él, no aparezca su pulcro escondite, sino un agujero profundo y vacío. Esa es la pesadilla que lo consume a todas horas y que lo empuja cada poco al fundo del bosque, a desenterrar y contar sus doblones. Las ganancias que a base de robo legal atesora desde hace años. El sudor y la sangre de otros brilla en la oscuridad de esa selva de árboles que lo contemplan indiferentes.
Sus manos temblorosas cuentan de una en una las monedas sobadas por el tiempo. La codicia aun recata algún reflejo de sus ojos enfermos de vejez. Nada le importa más que este momento, para el vive. Nunca se le ha ocurrido que hacer con su dinero, más que amontonarlo durante años, y luego acudir a contemplarlo. Los harapos que lo envuelven hablan por si solos. La miseria de una existencia dedicada a la avaricia y la ruindad se refleja en la imagen del viejo decrépito. Es ajeno al dolor, al llanto de los niños, y a las penurias de los demás. Malvive de despojos cocidos, en un sótano maloliente, a pesar de ser dueño de veinte inmuebles infectos. Los que arrienda a familias de desgraciados que se arraciman alrededor de las fábricas. Cada semana, como un reloj exige su diezmo de forma implacable. Nunca vuelve sin cobrar, y no son pocas las familias expulsadas a la calle bajo una fuerte nevada por no pagar a tiempo.

En esto se resume la historia de la humanidad: en cobrar y en pagar. siempre corriendo contra el tiempo. Vender el propio cuerpo para adelantar un paso en el reloj y sucumbir aterrorizado en el siguiente. Rendir cuentas y a la vez pedirlas. Acudir a la platea y acto seguido subir a nuestro propio púlpito desde donde vocear incoherencias que nos hagan sentir mejor. Cubiertos de mentiras y con un afán permanente de inventar excusas para justificar tanta podredumbre.
Otros en la lujuria de su demencia amontonan monedas y tesoros, creyendo comprar los pilares de la creación, blandiendo espadas oxidadas sobre las cabezas engreñadas de sus súbditos, cuyos ojos febriles brillan de codicia y envidia ante sus dioses de barro.
Es la catarsis colectiva que sucumbe incapaz de controlar la voracidad del hambre en la que estamos sumergidos. Hambre constante, omnipresente, que dirige los pases de cada uno de vosotros en busca de la saciedad eterna, que nunca llegará.
El único futuro posibles de unos seres insaciables es devorar todo a su alrededor para después devorarse
entre ellos, hasta que el último se devore a si mismo. De esta forma, este fracaso evolutivo que somos se extinguirá, y otro orden llegará. Tal vez, menos malo, o quizás peor, pero eso ya no nos incumbirá porque todo habrá dejado de tener importancia

el reverendo Yorick.












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