los hijos

Todos los días, antes de entrar en el trabajo, me paro en alguna esquina y leo algunas páginas del libro que me ocupa en ese momento. Una de esas esquinas me gusta más que otras. Está relativamente alejada del tráfico, y da entrada a una estrecha calle peatonal. Desde hace días me gusta por otros motivos. De uno de los portales de viviendas que hay en la calle, sale todas las mañanas una niña de unos cuatro años con su padre.
La pequeña todos los días me saluda con su vocecilla estridente: ¡Hola señor! Yo le devuelvo el saludo encantado, mientras su padre, ignorándonos a los dos ni siquiera gira la cabeza.
Todos los días que la veo, me pregunto quién debería enseñar a quién, si el padre a la hija, o la hija al padre.
Por la edad que tiene, calculo que en tres o cuatro años esa inocencia y espontaneidad que muestra habrán desaparecido, sustituidas por el rictus de seriedad y desprecio de su progenitor hacía lo extraño. Pues la educación creada por la sociedad en todos sus campos, y empezando por la propia casa, es la encargada de castrar esa natural disposición de los seres humanos a la comunicación, sustituyéndola por un sentido de la competitividad y de desprecio hacía el más débil o el más despreocupado. No queremos ver todo lo que los niños nos enseñan, nos muestran sin reparo como fuimos nosotros hace muchos años, así como lo equivocados que estamos reprimiendo en ellos lo que fue reprimido en nosotros.

Al llegar la adolescencia, toda esa crueldad aprendida, todo ese deseo constante de ser el más fuerte o de ser la mejor se manifiesta sin pudor alguno. Los padres aparentan estupor y preocupación cuando aparece alguna noticia sobre comportamientos violentos o humillantes de jóvenes contra otros jóvenes. Sin caer en la cuenta de que con esa frase presuntamente inocente: -Habría que hacer algo- Están soltando la cuerda de la represión sobre sus hijos. Habría que hacer algo. Si. Pero no delegar en un sistema educativo cruel y coercitivo, que crea una ley del menor donde estos son excluidos y tratados como delincuentes, en los casos donde su supuesta educación se les va de las manos.
Habría que hacer algo estando cerca de esos hijos a los que claman su amor, y a los que nunca les falto de nada según ellos. Aunque les faltó lo más importante: Estar a su lado, escucharlos, tratar de comprenderlos, y quererlos de verdad, en vez de claudicar completamente la resolución de los problemas a la sociedad y al sistema educativo.

Ocurre, que cuando vemos a nuestro alrededor dictadores, torturadores, asesinos, banqueros implacables, empresarios explotadores, curas pederastas etc, etc, etc. Nunca pensamos que estos también fueron niños, y que los nuestros, esos a los que decimos querer tanto, el día de mañana quizás que se conviertan en esos monstruos a los que tanto tememos. Y la única postura de sus padres sea justificarse y decir que no saben donde se habrán equivocado.

Lectura recomendada: William Golding. –EL SEÑOR DE LAS MOSCAS-


El reverendo Yorick.

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