Yo soy hijo de una
generación vencida. Perseguida por la historia y temerosa de ella.
Una generación que alimentó a sus hijos con barro seco, y les dio a
beber el cáliz con los orines de los falsos dioses que les
arrebataron más que la vida.
Crecer más allá de la
esperanza, sabiendo que cada vez que tu progenitor te mira desea
estrangularte para apartar de su vista la viva imagen de su
inutilidad.
Crecer con la certeza
temprana de que nadie responderá ni una sola de tus preguntas. Sólo
seríamos adoctrinados con una orden: Hazlo. Fuera de eso, el
pensamiento era visto como una enfermedad, cuya cura pasaba por ser
apaleado, insultado y humillado. De ese modo mi generación esperaría
impaciente a la siguiente para hacer valer el peso de unos galones
bataneados con sudor y semen miserable.
La ignorancia
elevada a lo divino y la violencia constante como únicos valores
dignos de aprender.
Todas las
metáforas tiene un reverso nauseabundo, así, donde unos nacieron
entre algodones otros lo hicieron en periódicos amarillentos que
atesoraban en sus pliegues las cagadas de los ratones. Los niños ya
nacían con las uñas ennegrecidas como un estigma que los
acompañaría toda su indeseable vida.
Recuerdos de
veladas en cochiqueras malolientes a la temblorosa luz de un trozo de
sebo enmechado. Sin siquiera una mortaja para envolver los propios
despojos.
Miedos, órdenes
y mentiras. Algunos lograban salir de allí, pero como apestados
portaban siempre una miseria moral que los hacía emponzoñar todo lo
que tocaban, y el olor, un olor en el alma de humedad malsana que
hacía fruncir las narices a todos los que se arrimaran a ellos.
Señalados por el dudoso privilegio de ser verdugos, carceleros o
guardias de su propia raza. Hasta ahí llegaba la prosperidad de los
huidos, que decoraban sus casas con las imágenes santas de los
calendarios de cartón y que miraban hacía atrás con desprecio,
convertidos en los cacique de sus míseros hogares donde someterían
a sus desgraciadas familias a la amenaza y la debida gratitud eterna.
En esas lindes
amargas se consumen las vidas embrutecidas por los golpes y el vino
barato, verdadero combustible del mundo, vino que engrasa los
músculos raquíticos del pobre y le embota la ignorancia para que
siga tirando del yugo que lo ata al engranaje de esa inmensa máquina
de perversión que pisotea los restos del caído, donde otro ya ocupa
su lugar esmerado con ser el mejor en su trabajo de esclavo.
Yorick.
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