Exaltación de garrulismo cerríl


Y un año, y otro, y otro más. Desde hace muchos, llegado mayo, una multitud de fundamentalistas toma una aldea mediática al sur de Andalucía. Encomendados a la fe, y amparados por supuesto, por nuestro estado cristiano y mariano, arrasan y dominan durante dos semanas caminos y aldeas, pueblos y villas, en un desfile de despropósitos que rozan continuamente la perversión, la de ellos: los católicos. Bajo su excusa cristiana, mariana y fervientemente se bebe, se canta, se come, se folla, se viola, se ultraja, al más puro estilo: señorito andaluz.
Folclóricas plebeyas, toreros de calzón sudado y caballistas de espuela, pelean por dominar la fotografía de los tópicos rocieros. Y entre media otros que se lo creen, que confunden emoción con milagros, romería con ruta discotequera. Y a los que excitados por el polvo, el calor, y el sudor, les revientan las pituitarias en  el nombre de Dios. De su Dios, y la madre de este.
 A la vera del camino, en el coto, el de los señoritos: Doñana. Los cadáveres de los caballos muertos se cubren de moscones, los botellines flotan en las aguas castigadas del rio Quema. Condones y compresas jalonan las colonias de retamas, regadas con orines piadosos y mierdas solemnes.
¡Viva la Blanca Paloma! grita la multitud, que bebe sus lágrimas de 70º. Mayorales, capataces, o simples perros cortijeros, mantienen las casas de sus señores, esperando la caricia del amo.
Y yo me pregunto: ¿De qué serviría recomendar a esa masa entregada a su Dios la lectura, por ejemplo, de aquel libro llamado: Con flores a María? Cuyo autor, muerto hace años, se atrevió a meter las manos en uno de los iconos de la cristiandad hispánica.
 Ante el espectáculo de los almonteños saltando la reja, de esos niños arrastrados en contra de su voluntad, sobre las cabezas idas de miles de tarados, de los empujones, arañazos, codazos y ríos y ríos de odio, que se lanzan todos los que pugnan por acercarse a la imagen, para llevarla a hombros, que se puede decir. ¿Que palabras se podrían pronunciar? Es el desierto largo y árido que tenemos que atravesar. El veneno ponzoñoso de la religión que martiriza, cohibe, reprime y anula. Y que encima se pasea cada año, en un baño de multitud enferma, que garantiza su existencia un largo tiempo más.

para Alfonso Grosso

Yorick.

Algunas apreciaciones sobre el concepto de estar indignado.






¿Qué es estar indignado?
Pues parece ser que es un estado de incomodidad democrática. Es decir: Que los ciudadanos que votan y mantienen un gobierno mediante ese sobre valorado gesto de depositar papeletas en una urna, se mosquean, y pretenden mediante concentraciones, manifestaciones, y asambleas, que sus representantes les oigan.

Analizando estos hechos fríamente, podemos sacar algunas conclusiones:

1.- Que este tipo de manifestación ciudadana, esta a bocada al fracaso, siempre y cuando lo hagan como hasta ahora, siguiendo el decálogo del buen demócrata al pie de la letra.
Si en unas elecciones generales, sigue habiendo un nivel elevado de participación, y los votos llevan nombres y apellidos, se está entregando a los partidos políticos la llave de nuestra gobernabilidad, que será estrechamente sobre-seguida mediante leyes, decretos e imposiciones. Pasando la opinión de los votantes, a un segundo, o último plano.

2.- Que si a sabiendas de todo esto, los indignados continúan participando y siendo cómplices de este sistema autoritario disfrazado de democracia, pecan de una gran ingenuidad política. Pues de sobra es sabido, que de esa forma pocos cambios se consiguen, y que los beneficiados de su indignación no son otros que pequeños partidos, que mediante hábiles giros en sus políticas, saben aprovecharse de una masa deseosa de sentirse ciudadanos mediante sus tristes votos.

Una verdadera indignación tiene que pasar necesariamente por una revolución.
Y las revoluciones, como bien enseña la historia, no son cosa baladí. Si diéramos un paseo imaginario, digamos, por los últimos cinco siglos, sería fácil, colocar a cada uno su traje, con algún que otro matiz.
¿Tenía motivos para indignarse el campesino sin tierra?
¿Los tenía el indio viendo a su pueblo ultrajado y diezmado por el invasor?
¿Los niños acaso? Esos que trabajaban 18 horas diarias por un mendrugo de pan negro.
¿Que podrían haber hecho todos ellos? ¿Manifestarse?
¡No! En otros tiempos era todo o nada. De esa forma tan extrema se consiguieron muchas cosas, principalmente mejoras en las condiciones laborales, m,ejoras convertidas en derechos, derechos regados con sangre, la de los obreros. Los diferentes sistemas represivos empleados con ellos no lograron callarlos. Sus manifestaciones masivas, sus huelgas salvajes, sus cajas de resistencia, su solidaridad, permitieron aquellas mejoras.

Los indignados de hoy día quieren cambios, quieren mejoras, quieren ser oídos.
A un año del nacimiento del movimiento, éste, está cerca de su domesticación y su desaparición.
El momento de replantearse las cosas ha llegado, si pretenden ser oídos solo hay un camino.

El juego, tiene que terminar, o sencillamente pasarán a ser un renglón en los libros de historia que escribe el capitalismo, precisamente, en el capítulo donde coloca sus trofeos de caza.

Yorick.

el tropiezo



Era un pueblo gris. Sus gentes eran grises. Sus campos, del mismo modo, también eran grises. Diríase que todo lo que pertenecía a aquel país, ya fueran personas, animales, objetos, o incluso el aire y el paisaje, eran grises.

Y todo aquel asunto monocromático y preocupante, se debía a la situación política en la que se encontraba sumergida aquella tierra, desde hacía ya cuatro décadas.
Cuatro décadas, desde que el ejercito sublevado acabó con las ilusiones del pueblo, aplastando mediante un terrible golpe de estado cualquier atisbo de libertad, o de gobierno del pueblo.
Éste, se vio de repente esclavizado bajo un régimen de terror, en el que cualquier tipo de derecho desapareció. La obediencia sin rechistar era la única directriz adoptada por un gobierno bárbaro, que no dudaba en asesinar violentamente a cualquiera que se atreviera a discutir o enfrentarse a ellos lo más mínimo. De esa forma, muchos hombres y mujeres buenos desaparecieron para siempre, y sus familias pasaron a sufrir una constante vigilancia y desprecio, que hacía sus vidas más insoportables de lo que ya eran.
El miedo y la tristeza caminaban de la mano por las calles de los pueblos, por las veredas y caminos, por los montes y llanuras. Al principio de la dictadura, fueron muchos los que intentaron de diferentes formas montar una resistencia, pero fueron aplastados sin piedad. Ellos y todos sus seres queridos. Desesperados, muchos optaron por el suicidio, pero el régimen no estaba dispuesto a tolerar ni siquiera eso, y la emprendió con las familias de los suicidas, a los que eliminó sumarísimamente. Cualquiera que tuviera en mente suicidarse lo desestimo, al saber que con él arrastraría a los suyos sin remisión.



Todo este aparato de terror, funcionaba bajo la batuta de un hombre minúsculo, pero despiadado hasta el infinito. Su figura se agigantaba por la sombra de miedo que le precedía allá donde fuera. Antes de acceder al poder, era general, pero ahora sumergido en una locura megalómana se había autoproclamado emperador. Emparentándose sin pudor con el mismísimo dios que impuso al pueblo, al que dotó de una cólera e ira a su imagen y semejanza, mediante un culto que modifico a su capricho.
Pero a pesar de toda la represión, de todos los intentos de lavado de cerebros que se se llevaban a cabo desde las televisiones, radios y periódicos. En el fondo, casi todas las personas de aquel país, soñaban con el fin de aquel régimen terrible, con la desaparición para siempre de ese hombrecillo omnipresente, que había convertido la vida de todos en una larga y penosa condena.


El emperador por su parte, con el paso de los años, y a sabiendas de que su imperio estaba perfectamente afianzado no dudaba en seguir apretando día a día el corsé represivo con el que tenía atenazado su imperio. Pero nadie es indemne al paso del tiempo, ni siquiera aquel hombrecillo que se creía tocado por el dedo de dios. Ver como sus fuerzas menguaban cada día, como un nuevo achaque asediaba su fortaleza cada año, le ponía de muy mal humor. Sabía que su tiempo llegaba a su fin, que lentamente caminaba hacia la tumba, y que eso podría significar a pesar de todo, el ocaso de su imperio. El pueblo también lo sabía, de hecho la muerte del tirano, se había convertido en un sueño dulce y recurrente para todos, aunque la espera pudiera ser muy larga todavía.
Así lo sabían todos. Y cada uno a su manera, y de forma imperceptible, trabajaba en silencio para perjudicar al régimen y a su divino hacedor.

Uno de estos hombres trabajaba de carpintero en el palacio del tirano. Como todos los habitantes de aquel país, directa o indirectamente había sufrido la represión del régimen. Pero años de silencio, sumisión, y el buen hacer de su oficio, lo habían llevado directamente a palacio. Era el jefe de carpinteros del tirano, y su trabajo consistía, básicamente, en construir tribunas, púlpitos y escenarios de todo tipo, que luego eran trasladados a cualquier punto del país, para las apariciones públicas del tirano. Llevaba muchos años en el oficio, y había empezado a envejecer al igual que su señor. Pero no pasaba un día, en que tanto al levantarse, como al acostarse, no deseara la muerte de este, que tantas lágrimas amargas había llevado a su familia y a su pueblo.



Quiso el destino que en esos días, un hecho fortuito llevara un rayo de luz a los corazones ensombrecidos del pueblo. El emperador, en unas de sus apariciones públicas, mientras se dirigía a la tribuna para leer unos de sus larguísimos discursos aburridos, tuvo un tropiezo que le hizo perder el equilibrio y caer sobre un grupo de escoltas que le precedía. -Inmediatamente se repuso, y con gesto grave, sin hacer ninguna alusión al incidente, siguió con su arenga. De haber ocurrido ”fuera de cámara” el tropiezo hubiera sido censurado. Pero ocurrió en directo, y este fue visto por miles de personas, que atisbaron sin saberlo, uno de esos síntomas de decrepitud que tanto temía el tirano.

El carpintero también lo vio, de hecho estuvo dándole vueltas todo el día, pues en ese pequeño tropiezo vio la rendija por donde podría colarse su venganza contra aquel ser despreciable y lleno de maldad.
Aquel día lo paso pensativo y taciturno. En su taller enorme, no menos de diez hombres trabajaban a sus órdenes, fabricando y ensamblando las complicadas estructuras que el emperador encargaba. En ese momento trabajaban sobre dos de ellas, una estaba destinada a la capital, donde en un par de meses se celebraría el día de las fuerzas armadas. Era un mamotreto de casi dieciocho metros de largo, cuyo palco levantaba del suelo casi ocho metros. La otra estructura, más pequeña, pero no por ello menos fastuosa, estaba destinada a la celebración del día de una patrona en una provincia del país. El carpintero estuvo todo el día estudiando los planos de ambas, y por la tarde ya tenía decidido su plan.



Cuando los obreros se marchaban a casa, avisó a su amigo y primer oficial, y le dijo que quería hablar con él. Se dirigieron los dos al despacho del carpintero, y una vez allí, éste, expuso a su amigo su plan. El primer oficial lo escuchó en silencio, sin interrumpir ni una sola vez, la hora larga en la que el carpintero estuvo hablando. Después observándolo un rato sin hablar, comenzó a rememorar los años que hacía que se conocían, como habían ido labrando una amistad que tuvo por origen el odio común hacía el tirano. Pensó en todas las veces que habían llorado juntos, en las que impotentes contemplaban obligados alguna ejecución. Pensó en las veces que tuvo que sujetar a su amigo para que este no perdiera la vida intentando asesinar a su opresor. También pensó en otras ocasiones en las que había sido él el arrebatado, y su amigo su salvador. Después pensó en el plan que había urdido el carpintero, y ante el rostro expectante de éste esbozó una ligera sonrisa mientras meneaba la cabeza de un lado a otro. Luego se abrazaron los dos.



El plan era maquiavélicamente sencillo, un plan a largo plazo y donde la mano caprichosa del azar tenía un papel importante. Lo mejor de todo era que ellos podrían llevarlo a cabo sin problemas, y el tener la certeza de que pudiera funcionar los llenaba de esperanza y felicidad.
En la idea del carpintero intervenían dos factores: Uno, era la edad del emperador, y una torpeza física cada vez más evidente. Y el otro factor, era el trabajo que los dos amigos desarrollaban. De forma casi imperceptible, el carpintero había ideado manipular los escalones de las tribunas que fabricaban, de forma que un escalón de los que daban acceso al púlpito fuera unos milímetros más alto que los demás, y en la escalera de bajada, uno que fuese unos milímetros más bajo que el resto. Cada tribuna que construían, no tenía menos de diez escalones de subida, por otros tantos de bajada. Habría que colocar los peldaños trampa, casi al final de la subida, y del mismo modo al final de la bajada, para que el cuerpo de forma natural se adaptase a la escalera, y aquellos pequeños milímetros hicieran tropezar al dictador. La pequeña trampa pudiera parecer una broma de niños, pero créanme, en una situación donde no existe esperanza, cualquier intento de cambiar las cosas, por infantil que este pudiera parecer siempre es un motivo para seguir aguantando y luchando.



Los dos amigos se pusieron manos a la obra, sabían que su proyecto podría llevar años, que durante estos pudiera ser que no ocurriera ningún tropiezo, y que éste, podría perfectamente no implicar ninguna lesión importante ¿Pero acaso el pueblo no podría soñar con una caída nefasta?
Esto alimentaría sin duda la sombra de un cambio, el gusto de ver tambalearse a un ídolo con los pies de barro, y tan humano como el más miserable hombre del país.
En el taller del carpintero, se preparaban unas diez tribunas al año, unas se reciclaban, y otras no, pero todas volvían al taller donde fueron creadas, por lo que sería relativamente fácil manipularlas sin problemas.



El día de las fuerzas armadas no ocurrió nada. El emperador y su séquito accedieron y luego abandonaron el palco sin problemas, nadie tropezó. Pero el día de la patrona, un general, miembro del gobierno, a la bajada de la tribuna, en el escalón trampa, tuvo un ligero traspiés. No llego a caer, y éste, fue prácticamente imperceptible, pero los dos carpinteros que miraban expectantes la televisión, se dieron cuenta, y alborozados comprobaron que su idea funcionaba, y que solo era cuestión de tiempo que el tirano cayera en la trampa.

Durante el siguiente año, no paso nada relevante, de las once estructuras fabricadas para actos de propaganda, los conspiradores se atrevieron con tres. En ellas y probando diferentes formas, acortaron o incrementaron siete escalones, de forma que estos quedaban con la altura menguada, elevada, o incluso con la huella más corta. Y siempre 7milímetros. Siete milímetros de nada en los que podría caber el principio del fin. ¿En que podría consistir ese cambio? Los dos amigos no lo sabían. El tirano no tenía hijos. Pero un ejército de nobles, incondicionales, y amigos le rodeaban siempre. Todos ellos dispuestos a seguir dejando las cosas tal y como estaban. Pero eso no se sabría hasta llegado el momento. En los últimos años, el régimen dictatorial del país se había convertido en algo obsoleto para el resto del mundo, y la presión internacional cada vez era más fuerte.
A partir del tercer año desde el comienzo del complot, éste, comenzó a dar sus frutos. El carpintero y su amigo habían tenido buen cuidado de no abusar de su suerte. De haberlo hecho, no sería de extrañar que alguien cercano al tirano sospechara de tanto tropiezo. Para evitar estas complicaciones, los dos amigos habían decidido no intentarlo más de tres veces al año. Y cuando los tropiezos comenzaron a ser habituales, decidieron parar un poco, y reducir los intentos de magnicidio a uno por año. Como habían imaginado, el pueblo comenzó a mostrar interés por las apariciones públicas del tirano. Y durante las retransmisiones televisivas, todo el que podía y donde fuera que hubiera un televisor, paraba a echar un vistazo. Con la esperanza puesta en ser testigos de algunos de aquellos cada vez más frecuentes tropiezos.



Tendrían que pasar cinco años, para que uno de aquellos traspiés tuviera consecuencias graves. Durante la celebración del día de la victoria, en el que se cumplían cuarenta y cinco años de la llegada del dictador. Al finalizar el acto, después de una parada militar y del inefable discurso. El tirano tropezó en el escalón de bajada número cinco, acortado siete milímetros por los dos carpinteros. Esta vez, ningún escolta ni acompañante acertó a sujetar al emperador, y éste se precipitó escaleras abajo. Tenía setenta y cinco años, y se partió la pelvis de arriba abajo. El tropiezo fue visto por todo el país. En la nave donde se fabricaban las tribunas, entre tablones y montones de serrín, dos hombres se abrazaron llorando. Una ola de rumor recorrió el país de punta a punta. En el extranjero, la prensa comenzó a preguntarse si el régimen no habría llegado a su fin.



El divino emperador tardó diez meses en volver a aparecer. En este tiempo, el carpintero lo visitó dos veces. En ambas ocasiones le llevó los planos de unas tribunas que había diseñado carente de escaleras, un juego de rampas daba acceso al púlpito superior. Como bien suponía el carpintero, el tirano se negó en redondo. De ninguna de las maneras consentiría en mostrar ningún signo de debilidad ante el pueblo. Es más, ordenó al carpintero, que para la celebración del siguiente día de la victoria doblara el número de escalones.
El carpintero salió de palacio sonriendo para sus adentros, sabía de la testarudez y el orgullo del asesino, pero estos se quedaban cortos ante su prepotencia. Faltaban seis meses para el día de la victoria, antes de este, había cinco actos previstos, pero en ninguno de ellos los conspiradores recortarían escalones, esperarían al gran día, y a la enorme escalinata que tendrían que fabricar.


En la mayoría de las ocasiones, el ser humano enfrentado a algunas situaciones límites, se comporta de forma incomprensible. Individuos que tocados no se sabe en qué tecla, se convierten en cómplices de las mayores ignominias, de las que ni ellos mismos están a salvo. Y sin embargo prefieren que esa coyuntura en la que se encuentran les sobreviva, antes que mover un dedo en su contra.
Uno de esos hombres, miserable o ignorante, víctima o desecho, esclavo y servil, se convirtió en invitado cruel de esta historia. Uno de los trabajadores del taller de carpintería, que descubrió “a ojo” la tara en los escalones. Que fue tirando del hilo, mientras entreveía su futuro como descubridor de una conspiración contra el emperador. En su mente ruin, ya se veía como primer carpintero, una vez que la ira del emperador cayera sobre sus jefes. El horizonte burdo de la codicia, cubre los sueños de libertad, y una tarde, el taller se lleno de policías secretos.
El emperador, quiso llevar el asunto con total discreción, pues no quería que su imagen se viera dañada por las infantiles conspiraciones de dos miserables carpinteros. Así que los encerró en el más oscuro calabozo, incomunicados y condenados a muerte. El carpintero trató de exculpar a su amigo el primer oficial, alegando que este solo cumplía órdenes. Pero el primer oficial negó esta versión, e incluso llego a afirmar que la idea había sido suya.
El delator no daba crédito cuando esa misma noche lo vinieron a buscar, así como al resto de obreros del taller. Todos desaparecieron. La nave fue abandonada, y los trabajos que allí se realizaban trasladados a otro lugar, donde serían supervisados por agentes de policía.



¿Se habían acabado los tropiezos del divino? Solo temporalmente. Aquel año el tirano no tuvo ninguno, escarmentado por la experiencia, pisaba cada escalón como si de una conquista terrenal se tratara. Intensificó un régimen gimnástico para no dar lugar a habladurías sobre su salud o sobre su debilidad. Durante ese año, sus apariciones públicas fueron gloriosas, según la prensa del país. El emperador gozaba de una salud de hierro, según sus biógrafos. Pero la verdad era que cada vez le costaba más representar sus funciones de teatrillo, y a los dos años de aquellos hechos, el tirano volvió a tropezar, y no fue en ninguna escalera, ni en ningún púlpito o tribuna. Fue en una recepción en palacio. Las presiones exteriores habían hecho que el régimen diera un giro en su política autárquica y empezara a producirse una lenta pero inexorable apertura hacia el exterior.
De esa forma, el día del accidente recibía a los embajadores de un país vecino, y en el salón de actos de palacio, cuando se dirigía a estrechar las manos extranjeras, su pie izquierdo quiso engancharse en la vetusta y mullida alfombra, con tan acertado tino que el emperador tras dar dos pasos agónicos fue a estamparse contra una mesilla de pared que sujetaba decorativamente un crucifijo. Inmediatamente todas las televisiones cortaron la emisión en directo, y pasaron a poner programas grabados previamente.
El pueblo esperaba expectante las noticias de palacio, pero estas no llegaban, o llegaban torpemente manipuladas.

En el aire se respiraba algo diferente, algo grave, pero al mismo tiempo esperanzador. Y efectivamente, algo ocurrió. El golpe del tirano, aparte de volver a fracturar su maltrecha pelvis, le provocó un coágulo en el cerebro. Esto sumió al tirano en un profundo coma. Los médicos no se atrevían a operar debido a la avanzada edad del enfermo, y según pasaban las horas, las complicaciones de éste crecían. La respiración asistida le provocó una neumonía, y el coágulo en la cabeza estaba cerca de provocarle la muerte cerebral.
Durante diez días, aquel hombrecillo terrible, o lo que quedaba de él, fue forzado a mantener una vida que ya no se sujetaba por ella misma. Ultrajado por tubos y máquinas el organismo agonizante de quien se creyera tocado por la mano de dios llegaba a su fin.
Mientras tanto, el régimen hacía filigranas matemáticas para solventar el futuro. Mediante reuniones secretas con otros países, se negociaban los plazos de un cambio de gobierno que permitiera la entrada de de inversión extranjera. El pueblo ajeno a estas intrigas esperaba impaciente que la televisión anunciara la noticia que ya era un secreto a voces.



En una fosa común perdida por los montes, un montón de huesos de los que fueron luchadores contra la dictadura parecían refulgir. Encima de todos , dos esqueletos recientes orquestaban la risa de los muertos, celebrando otro triunfo del tiempo, el amargo triunfo arrebatado por Cronos.

el reverendo Yorick.







APÁTRIDA!!!

Ya lo tengo decidido. Definitiva e irrevocablemente: Voy a cambiarme de nacionalidad, dejaré de ser español. Podré librarme por fin de esa etiqueta soez que me condena a permanecer inmenso en una sopa de estupidez colectiva. Durante años he tenido que soportar la vergüenza a la que me arrastró el haber nacido bajo una bandera. La detestable bandera rojigüalda, culpable de mi nausea permanente. Una bandera de la que se muestran paladines de todo tipo, políticos, deportistas, escritores, camioneros, tenderos, legionarios y una vasta fauna sin fin. Todos ellos llenándose la boca con un orgullo enfermizo de unos valores que en realidad solo hacen alusión a la propia estupidez que los mantiene unidos, como una pócima ponzoñosa y su maldito conjuro. Tener que soportar esa situación durante toda una vida, envejece. Te hace perder años de tu preciosísima vida, con la presencia constante de una bandera sobre tí, y de los charlatanes que la sujetan. Haciendo caso omiso de cualquier pensamiento crítico, una masa febríl te arrastra bajo un ideario vital que no pasa del racismo, del nacionalismo rancio, de una autarquía cognitiva, impuesta desde el estado, y de un dogma de fe, en el que tiene bastante que ver una iglesia que mediante palabras vacías hace decir a gobiernos y constituciones que vivimos en un estado laico. Asi que mi decisión es irrebocable. Y por si alguíen con sarcasmo intentara poner en entredicho mi decisión mediante burla, preguntándome que cual sería mi nueva patria, se lo eplicaría breve, pero contundentemente de esta forma:

 Mi patria es el amor. Que dijo el poeta.

 Mi patria es el aire. Que pensó el pájaro.

 Mi patria son los árboles. Que dijo el barón rampante.

 Mi patria es el mar. Que dijo (probablemente) El capitán Nemo.

 Motivado por estos variados ejemplos, yo diría que mi patria es un pedacito de cada uno, un pedacito pequeñito donde de ninguna manera debe caber el más mínimo gramo de profunda estupidez.

el reverendo Yorick.