Estoy
en un área de servicio a la salida de Barcelona, dirección sur. Es
mitad de Julio, media España de vacaciones, o simplemente moviéndose
de aquí para allá en sus coches. El aparcamiento está lleno de
vehículos provenientes de Bélgica, Francia, Holanda, todos con la
misma dirección: el continente africano. Van cargados hasta los
límites, lonas azules tapan los fardos, imagino que llenos de
muebles, regalos, y cualquier cosa que amontonamos en nuestras vidas
y a las que acabamos llamando hogar. Hay hombres durmiendo en el
suelo, empachados de kilómetros intentan descansar frente a lo que
les queda todavía. Hay furgonetas, coches de gama media, y Mercedes,
muchos Mercedes; algunos flamantes, muy caros, con su afortunado
dueño durmiendo en el asfalto, y su prole corriendo por ahí,
mientras su esposa se afana en alimentarlos y ejerce de ama de casa
perfecta, aunque esté en un aparcamiento horrible al lado de una
autopista.
Intento
tragar los bocados que doy a un bocadillo frío, disfrazado de
apetitoso, sentado en una mesa, dentro del edificio, observo a mis
casuales vecinos, aquí se podrían escribir mil historias, pienso.
Sólo fijándote en alguna pareja, en alguna familia, en algún
anciano con cara de circunstancia.
Pero
sobre todas esas personas me llama la atención una familia. Acaban
de entrar, y tengo la suerte de que mi mesa esté orientada hacía la
puerta. Son árabes,el tipo imponente, como de 1̈́95 de altura,
completamente musculado, y atiborrado de pastillas de esas que se
compran en botes gigantes. Lleva una camiseta de tirantes ajustada,
que no le disimula ni un sólo músculo, del pantaloncito tenista
años setenta, no doy detalles. El color oscuro de su piel destaca
estrepitosamente sobre el blanco de su atuendo. Pisa fuerte y seguro,
se exhibe, sabe del éxito de su entrada. Tal vez esto que les cuento
no tendría importancia, y fuera una imagen repetida miles de veces
en cualquier ciudad. Tal vez.
La
nota discordante si no les ha parecido suficiente, la ponen el resto
de acompañantes. A su lado, pero un paso atrás, camina una mujer, o
eso creo. Va cubierta de la cabeza a los pies con un atuendo negro
donde la franja de los ojos ofrece un escandaloso matiz. De su mano
pende un chiquillo que los sigue con pasos vacilantes.
El
fuerte no mira para atrás ni una sola vez, no le hace falta, con
toda la certeza del mundo sabe que ella va detrás. Como debe ser.
Trato
de desentrañar esta peculiar imagen, de entenderla, y me cuesta
horrores hacerlo. Es tan brutal que me acabo cagando en Alá y en
nuestro Dios de paso, Qué clase de cretinos son éstos dos, y las
sociedades y religiones que los generan.
Pienso
en la criatura que los sigue con pasos vacilantes, el amor que
sentirá por sus padres, y la admiración que lo hará igual que
ellos, que él, ya que es varón.
Pienso
en la llegada de este tarugo a su aldea, en el revuelo que causará
entre la chiquillería de la misma, en los ojos abiertos como platos,
hipnotizados por la imagen del semi-dios que cuenta historias de
Europa, de trabajo, de gimnasios, de reconocimiento; cuando no es más
que otro eslabón en la siempre reemplazable cadena de producción
humana.
Pienso
en el paso del Estrecho, en las pateras, en el cementerio marino, en
las lágrimas y la desolación, en los corazones rotos a los que la
ignorancia no da respuestas, en los malditos políticos y en los
regímenes tercermundistas y los que se creen primermundista.
Pienso
en la estupidez, en la lasciva lengua de los charlatanes religiosos,
en la ambición, en el progreso, en el dinero.
Pienso
que estamos perdidos y que nuestro presente es terrible.
Mientras
el Sansón de Marruecos se aleja en dirección al restaurante,
escoltado por su preciada propiedad: Su esclava otorgada, la que con
su sumisión lo justifica y lo convierte en lo que es: el amo y
señor. Él, llamado a interpretar las Suras y a ser el predilecto de
Dios, el elegido. Mientras ella le servirá toda la vida sin
cuestionarle ni una sola vez, todo lo contrario, lo defenderá y
justificará siempre, pues así lo escribieron hombres como éste,
hombres que hicieron el mundo a su medida y al que pusieron una horma
de hierro que todavía nadie ha sido capaz de aflojar.
Yorick.
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