Éramos
nosotros los llamados a guardar nuestra propia memoria. Quiénes
si no, se preocuparían de recordar a estos seres arrastrados por la
historia, asaltados por su propia existencia y abatidos por el
tiempo.
Teníamos
con nosotros mismos una obligación implícita que no constaba en
ningún papel, se trataba simplemente de recordar, de recordar
mientras existiésemos a aquellos que desaparecieron hace tiempo. De
recordar y de contar, pues contando construíamos nuestra propia
historia, la historia de los olvidados de corazón muy grande,
verdaderas tinajas para almacenar el dolor de unas vidas siempre
demasiado largas. Contar épicas sencillas destinadas simplemente a
sobrevivir otro día, pero para nosotros épicas grandiosas
impregnadas de orgullo, dignidad y coraje.
Vidas temerarias
instaladas en el olvido de unas sociedades canallas destinadas a
reventarnos sin posibilidad de escape. Por eso la razón de esta
hermandad de la desgracia, por eso, estos gestos hoscos y gruñidos
que podrían compararse a las más dulces caricias y los más
refinados piropos de haber nacido en otras circunstancias.
El
olvido nos busca, pero le cuesta encontrarnos, nos husmea, pero se
pierde en estos callejones de la existencia que conocemos tan bien,
en cuyos rincones firmamos tantos pactos de silencio y lealtad. El
olvido tiene perros adiestrados que tratan de desenredar nuestro
rastro entre los olores de la miseria a la que somos empujados, pero
aprendimos las artes del camuflaje, aprendimos pronto a caminar solos
y saber encontrar luces en la noche.
Tenemos
tantos nombres en la memoria. Nombres de seres que fueron nuestros
hermanos, nuestras madres, nuestros consejeros. Seres que sin saber
que no tenían nada, ofrecían sus manos extendidas llenas con la
urdimbre de la amistad. Entonces sabías que todo iría mejor, que
habías sido elegido, y que tú dignamente elegirías a otro un día
no muy lejano, entonces oirías los nombres asociados a las
historias, que formaban nuestro pasado y nuestro presente, que nos
otorgaban identidad en este páramo de olvido en el que estábamos
abandonados.
Ese
gesto de recordar, de dar valor a los pequeños gestos de otros, nos
hizo fuertes, tan fuertes que cuando se lanzaron a destruirnos se
encontraron conque nuestros anales estaban tan llenos que les sería
imposible borrar nuestra memoria. La memoria que tanto nos había
costado crear, la memoria que nos otorgaba nuestro humilde y
mancillado lugar en la historia.
Yorick
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