El profundo misterio del sufragio universal
Son muchos los misterios que
nos envuelven, como por ejemplo el de la Santísima Trinidad, pero hay uno en
particular que en estos momentos considero muy importante: el misterio de los
comicios.
Hasta ahora ha sido imposible
desentrañar qué misteriosa fuerza empuja a la gente en general a acudir cada
cierto tiempo a depositar su voto en una urna para elegir a ciertos individuos
que nos dicen que nos van a representar para que todos seamos inmensamente
felices. Sin embargo, tras tantas convocatorias es difícil no darse cuenta que
los supuestos representantes a los únicos que hacen felices es a ellos mismos.
Entonces…
Para tratar de resolver este
insondable misterio, algunos analistas han echado mano a todas las disciplinas
conocidas e incluso a métodos un tanto dudosos, sin conseguir ningún resultado
satisfactorio. Para unos se trataría de desesperación o miedo ante una
situación crítica, otros, en cambio, hacen referencia a la venganza: ya que
estos no me han hecho feliz, voy a votar a los otros y si estos tampoco lo
consiguen, votaré a un tercero y así sucesivamente, hasta volver al primero,
para ver si esta vez lo consigue.
Hace ya casi quinientos años,
el humanista francés, Étienne de La Boétie, escribió en su juventud un
magnífico ensayo titulado La servidumbre
voluntaria, que quizá explique mejor el enigma, pero es como si hubiéramos
dado una vuelta completa, porque ese concepto sigue igualmente siendo un
misterio. ¿Por qué razón dejamos que otros dirijan nuestros destinos? ¿Por qué
somos incapaces de autogobernarnos?
El principio electoral y el
sufragio universal deben su éxito a causas circunstanciales. El haber
conseguido que el trabajador o el individuo en general admita que el elector es
dueño de su destino, posiblemente sea la mayor victoria conseguida por la
burguesía sobre la clase obrera. Esta ilusión ha penetrado tan profundamente en
el espíritu del «elector» que resulta un trabajo inmenso tratar de sacarlo de
su error.
Ahora bien, hay que tener en
cuenta que la introducción del concepto de participación de los trabajadores en
la política parlamentaria a través del juego constitucional no se
produjo de una vez por todas, sino que sufrió un lento proceso de desarrollo
paralelo al de las propias instituciones burguesas. En este proceso se fueron
dibujando paulatinamente las dos corrientes en que se dividiría el movimiento
obrero: la que consideraba que la participación en este juego no hacía otra
cosa que reforzar las instituciones burguesas (la postura anarquista que con
algunas variantes, se ha mantenido constante a lo largo de su historia) y
aquella otra que fue evolucionando hasta centrar todos sus esfuerzos en la
participación de los trabajadores en la política institucional.
Recordemos que la participación electoral en las
primeras democracias era restringida. El sufragio universal en España fue
decretado por la ley del 26 de junio de 1890. Es cierto que durante el sexenio
revolucionario (1868-1874) fue también promulgado algo semejante, pero la posterior
Restauración iniciada con el pronunciamiento de Martínez Campos en Sagunto en
diciembre de 1874 lo anuló, retornando a un sufragio restringido en base al
censo de riqueza y a las condiciones de cultura. Según el decreto de junio de
1890 eran electores todos los mayores de 25 años que se hallaran en pleno goce
de sus derechos civiles. Es decir, la pretendida universalidad quedaba reducida
a los varones y de estos a los mayores de 25 años, lo cual dejaba fuera de este
derecho a un considerable número de la población. Resulta evidente que todavía
había en aquellos años un cierto temor a que las masas acudieran en tropel a
las urnas. Además en aquellas elecciones los pucherazos eran constantes,
especialmente en los pueblos en los que el cacique de turno señalaba a quien
había que votar.
Las críticas anarquistas al sufragio universal
menudearon en su prensa desde la aprobación de la ley, que como ya hemos visto
se promulgó en 1890, así como las campañas en pro de la abstención electoral.
No quiere esto decir que con anterioridad no se hubiera desarrollado una
crítica a la democracia parlamentaria, pero desde la aprobación de la ley, la
participación de los trabajadores en las urnas de las que estaban excluidos
anteriormente obligaba a profundizar la crítica al sistema parlamentario.
En este aspecto sería Ricardo Mella —en mi opinión el
mejor teórico anarquista español— quien con más rigor desarrollaría la crítica
al parlamentarismo, partiendo de la opinión del filósofo Herbert Spencer, quien
argumentaba que «a la gran superstición política de los reyes, ha sucedido la
gran superstición política del derecho divino de los parlamentos».[1]
En efecto, Ricardo Mella lleva a cabo un análisis
minucioso para demostrar que el gobierno de las mayorías se reduce —como en
cualquier sistema basado en la autoridad— a la voluntad de unos pocos que a lo
sumo se representan a sí mismos o a sus partidos.
Pero no se contenta Mella con
hacer la crítica de un sistema centralista, sino que lo extiende a un supuesto
sistema federalista. «Lo que hemos dicho respecto de los Parlamentos
nacionales, no dejaría de ser cierto aplicado a Parlamentos comarcales, no deja
de serlo respecto a los municipios. La federación fracciona el hecho, no lo
destruye. Lo que hoy es cierto para una nación grande, lo sería mañana para la
serie de naciones chicas federalmente constituidas. La autonomía no hace más
que contraer la cuestión a una esfera más reducida».[2]
Hay infinidad de
parlamentarios que honradamente se introdujeron en el sistema porque tenían el
convencimiento de que desde él podrían llevar adelante sus opiniones de
justicia social e igualdad de oportunidades para todos; pero esa misma honradez
les mostró bien pronto la faz cruel del sistema parlamentario. Unos (los más)
se amoldaron a las nuevas circunstancias con un gran cinismo argumentándolo de
mil maneras diversas, otros (podríamos decir la excepción) optaron por
abandonar el Parlamento ante la inutilidad del mismo. En este sentido, el
anarquista alemán Rudolf Rocker manifestaba que en sus inicios en la militancia
socialista en Alemania se daba cuenta que la actividad parlamentaria no
armonizaba a la larga con una labor socialista educativa verdadera. Para él y
muchos de sus compañeros quedaba claro que el camino de las reformas nunca
llevaría a una transformación social en sentido revolucionario. Incluso el
representante socialista de su ciudad admitió tal aserto. Siendo esto así,
Rocker pensaba que había que plantearlo de forma clara a la opinión general, si
no querían engañar a las gentes de forma intencionada, pero esto entraba
claramente en contradicción con la frenética actividad que se ponía en juego
para obtener grandes victorias electorales. «¿Cómo se les podía imponer la
entrega de su voto al partido como un deber político y explicarles al mismo
tiempo que ese deber no les acercaba una pulgada a su liberación?»[3]
Por otro lado los
razonamientos del elector son, por regla general, bastante simplistas y sus
argumentos infantiles. Se nos dice: «somos una población de cuarenta millones
de habitantes; es por tanto imposible que todos se reúnan conjuntamente para
discutir; se hace necesario pues nombrar delegados para llevar a cabo esta
tarea. Siendo elector, tengo libertad para votar por quien me plazca y elegir
un representante que comparta mis opiniones. Si el número de electores con la
misma opinión que la mía es mayoría, nadie podrá negar que saldré victorioso en
la lucha entablada contra mis adversarios. El parlamento me pertenecerá y por
consiguiente también el gobierno, con lo cual seré el dueño. Haré las leyes,
publicaré decretos, en una palabra transformaré de arriba abajo la sociedad
actual». Algunos llegan a proclamar que quien no ejerce su derecho al voto no
puede elevar su protesta, ya que voluntariamente se aparta de las reglas del juego
establecidas por la sociedad, lo cual es un pensamiento muy próximo al
totalitarismo y al fascismo.
Demos ahora un rápido vistazo
a las críticas (innumerables) que se han lanzado contra los anarquistas sobre
esta cuestión del abstencionismo electoral. En estas críticas ha jugado un
papel destacado la confusión (seguramente intencionada) entre antipoliticismo y
apoliticismo. Por ejemplo, Marx en un documento de 1873 titulado «Indiferencia
política» describe con absoluta injusticia el antipoliticismo anarquista como «dejar
al gobierno en paz, temer a la política, respetar las leyes y proporcionar
carne de cañón sin quejarse».[4]
Porque antipoliticismo se
refiere a la repulsa a participar en la lucha parlamentaria, en el juego
político que la sociedad burguesa permite y de acuerdo con las normas que ella
establece. Pero esto de ningún modo significa renunciar a toda lucha política
ni al ejercicio de los que el proletariado considere sus derechos en la
sociedad, sino precisamente plantear la lucha por estos derechos con sus armas
y a su manera.
Por ello, y a manera de
conclusión, recogemos las afirmaciones del profesor Álvarez Junco sobre el
particular: «el antipoliticismo es consecuencia del análisis más impecable —desde
el punto de vista marxista— del sistema democrático liberal; dicho sistema se
nos presenta como un mecanismo al servicio de la explotación capitalista, sus
declaraciones de libertad e igualdad formales como falsas, por reposar sobre
una estructura social clasista, y la lucha electoral o parlamentaria como modo
de desviar los verdaderos conflictos político-sociales hacia un plano inocuo y
mistificador; el lema de la I Internacional, “la emancipación de los
trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”»[5],
las cuales resumen la esencia del problema que será recogido por los
anarquistas.
Por último nos interesa
destacar el argumento que se repite de modo sistemático, referido al plano de
la gobernabilidad, o lo que viene a ser lo mismo, de qué forma pueden
resolverse los problemas de mayorías o minorías sin recurrir a la
representación. Pero antes de ello convendría decir unas palabras para salir de
la confusión que se genera al poner en el mismo plano cualquier tipo de
votación, porque existen casos, especialmente cuando se trata de democracia
directa, en que la votación es absolutamente necesaria cuando se trata de
resolver un problema concreto en el cual es importante alcanzar el consenso si
no se quiere caer en la inoperancia. O como argumentaba Malatesta: «Por tanto,
en todas aquellas cosas que no admiten varias soluciones simultáneas, o en las
cuales las diferencias de opinión no son de tal importancia que valga la pena
estar divididos y actuar cada fracción a su manera, o en que el deber de
solidaridad impone la unión, es razonable, justo, necesario, que la minoría
ceda a la mayoría. Pero este ceder de la minoría debe ser efecto de la libre
voluntad, determinada por la conciencia de la necesidad; no debe ser un
principio, una ley, que se aplica en todos los casos, incluso cuando no hay
realmente necesidad. Y en esto consiste la diferencia entre la anarquía y una
forma de gobierno cualquiera».[6]
[1] Citado por Mella, Ricardo,
La ley del número, Barcelona, 2000, p. 11.
[2] Mella, Ricardo, La ley
del número, Barcelona, 2000, p. 19.
[4] Citado por Álvarez Junco,
José, La ideología política del anarquismo español, Madrid, 1976, p. 416, nota 43.
[6] Malatesta, Errico,
«Mayorías y minorías», en Malatesta-Merlino-Bonano, Anarquismo y elecciones,
Barcelona, 1979, p. 40.
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