La
noche se hace muy larga. Al dolor residual de la operación en la
pierna de hace unas semanas, de repente, se une el de la otra pierna.
Te preguntas mil veces cómo es posible que precisamente ahora te
empiece en el otro lado, te inventas mil excusas mientras los minutos
de la noche se hacen eternos, cambias de postura, te masajeas,
intentas relajarte. Pero el dolor no se va. Exactamente igual que
empezó la otra vez. Tus arterias retorcidas por años de trabajo,
horas rendidas de pie, nueve al día durante veintiséis años. Una
angustia insoportable te acompaña durante toda la noche. Y empiezas
a preguntarte: ¿Y si son los mismos síntomas? ¿Cómo se lo dirás
a tu jefe? Empiezas a temer que te pueda echar a la calle, ya sabes
que podría ser posible, argumentaría cualquier excusa para librarse
de ti. Recuerda como se puso la primera vez que le diste los
resultados del médico, donde se especificaba que tenías que ser
intervenido quirúrgicamente. Cada vez que te ve, cada vez que vas a
llevar un parte de baja se encarga a conciencia de explicarte lo mal
que lo está pasando, qué ha tenido que contratar a otro para
sustituirte, qué te está pagando casi todo, qué la mutua no paga
tanto como debía, qué el trabajo está muy flojo, qué cuando
vuelves, qué no sabe si aguantará con el negocio abierto.
Tu
mujer duerme a tu lado ¿Y a ella cómo se lo dices? ¿Cómo le dices
que te duele la otra pierna? Qué hay que repetir todo el proceso,
todos los meses, todo el dolor. Ella a su vez ha tenido que pedir
permisos en su trabajo para estar contigo. De las cuatro casas a las
que iba a limpiar, en dos no se lo querían dar y tuvo que dejarlas.
Luego encontró otra, pero sin contrato y con menos sueldo. Y ella
también tiene sus dolores, y va aguantando y aguantando, con
calmantes y pomadas. Su espalda, como tus piernas ya no aguantan más.
Miras hacía atrás en tu vida, siempre trabajando, siempre
madrugando. Tienes 53 años, y estás hecho polvo, vas notando cada
arruga nueva, cada molestia de tu cuerpo dolorido, el tiempo se te
presenta como algo que no estás seguro de lo que es, pero que se
escapa. Algo que nunca supiste como utilizar, y cuando tratas de ver
en su bruma se te presenta un futuro de vejez, dolor y enfermedad. El
fin de los días, el destino de aquellos sueños que tuviste alguna
vez, y que ahora tienes la certeza de que nunca cumplirás. La
angustia se agarra a tu garganta en forma de nudo, tienes ganas de
morirte, de olvidar, de desaparecer. Piensas en tus hijos que duermen
en la habitación de al lado. Y te preguntas ahogando un sollozo ¿Por
qué los has condenado a vivir? Te devanas los sesos pensando cómo
salir de este calabozo en el que estás cautivo. La desesperación te
ahoga, no puedes ni tragar un poco de agua. ¿Y si acabas con todo?
Si abres el gas y liberas a tus seres queridos de ver un nuevo día.
Sería fácil, libraros todos de la condena, de esta vida de esclavo,
de sufrimiento. Te levantas de la cama, te acercas al cuarto de al
lado, tus hijos duermen ajenos a tu padecimiento, todos parecen
liberados en estas horas de sueño, pero tu sabes que no es verdad,
que cuando despierten sera otro día, monótono y repetido el que les
espera, donde van aprendiendo la rutina que será sus vidas: la rueda
que gira siempre al mismo ritmo, hasta el fin de sus días.
La
cocina esta en penumbra. Te preguntas si serías capaz de abrir el
gas, de matar a las personas a las que quieres. Te preguntas si
tienes derecho ha hacerlo, si es justo. Luego piensas en quitarte tu
la vida. Es fácil, te asomas al balcón y saltas, vives en un
octavo piso, no hay probabilidades de sobrevivir. Y se acabó. Así
no cargas con la muerte de nadie, nada más que la tuya. ¿Y luego
qué? ¿Qué pasa con los que se quedan? ¿Cómo van a poder
soportarlo? Imaginas tus ancianos padres, tu mujer, tus hijos, todos
destrozados y marcados para toda su vida, por tu suicidio, por tu
cobardía. Imaginas también a tu jefe contándole a todos los
clientes de su bar, que nunca tuviste valor para nada, que eras buena
gente, pero que, en confianza, eras un pringado.
La
sangre te hierve, sí, un pringado te dices. Miras el reloj rojo de
ira, son las seis menos cuarto, a las seis y media se abre el bar. Lo
abre tu jefe, y a las siete llegan los camareros. Allí estará
después de aparcar su supercoche, dispuesto a explotar a cuatro
personas otro día más. A partir de las doce, desaparece y allí os quedáis los camareros. Cuatro pringados por un sueldo de mierda,
siempre mendigando aumentos que no llegan, siempre escuchando que la
cosa está muy mal. Pero él, cada dos o tres años, cambia de coche,
cambia de casa, cambia de reloj. Y tu con las piernas reventadas.
Te
vistes en silencio, echas un último vistazo a tu familia y sales de
casa. En el bolsillo del abrigo llevas un viejo martillo que era de
tu abuelo, siempre te gustó el tacto de su mango bruñido por los
años y las manos de tu abuelo que se dejó la vida golpeando con él.
Ahora serás tu quién lo empuñe, quién apriete su mango con fuerza
mientras compruebas lo frágil que es un cráneo humano. El cráneo de uno que debiera ser como tu.
Yorick.
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