Hace bastante tiempo que
ninguna noticia “especial” llama nuestra atención, que ningún
acto fortuito, inocente o no, y cuyas consecuencias no podría prever
nadie, y mucho menos el despistado protagonista, se cuela en estas
páginas, de hecho, solo siete lo habían conseguido a lo largo de
los años, y sinceramente creía que ninguna genialidad volviera a
remover la soporífera cotidianidad a la que estamos acostumbrados.
Pero hete aquí que hace
unos días, durante una visita a casa de mis progenitores, oí una
historia que me hizo temblar de pies a cabeza. ¡No podía ser! ¡Me
estaban contando lo que llevaba meses esperando oír! Y encima la
historia era genial. Inmediatamente pensé en reabrir esta sección
porque lo que escuché es de lo que cuesta creer, y cuando lo oyes,
no puedes evitar soltar una estruendosa carcajada.
Para situarles les diré
que los hecho ocurrieron en una ciudad del sur, muy mariana, donde es
casi imposible andar unos pocos pasos, sin encontrar una iglesia,
una capilla, una placa recordatoria de algún individuo consagrado a
dios, una monja, una cruz, o una calle cuyo nombre no haga referencia
directa al reino de los cielos. Se comprende fácilmente, que las
fiestas mayores de dicho sitio estén dedicadas a lo divino, para
desgracia de algunos cuyo fervor religioso siempre brilló por su
ausencia.
Esta fiesta, como ya
habrán imaginado, es “La Semana Santa” Unos demenciales siete
días, donde las calles son tomadas por procesiones que realizan su
estación de penitencia, encabezadas por imágenes de madera
relacionadas con la pasión de cristo y seguidas y veneradas por una
multitud de acólitos, simpatizantes, curiosos, carteristas, beatos y
fundamentalistas religiosos. Además de vendedores de globos,
garrapiñadas, altramuces y juguetes.
Muchos han hecho de estos
días, la razón de su existencia, pasan el año contando los días
que faltan para volver a disfrazarse de nazareno, o para colocarse su
traje azul, engominarse el pelo y ser más devoto que nadie. Estos
individuos, superan la vulgaridad de romperse la camisa, para
romperse directamente el alma por su hermandad, su virgen: la más
guapa. Y su cristo: el que más sufre.
Y aquí entran los
protagonistas de la historia, una pareja de ancianos cuya vida cambió
de un año para otro. Resulta que el anciano se murió, dejando sola
a su desconsolada viuda. Una señora que ideó un plan para que su
finado esposo acabara cerca de su dios. Supongo que esta alternativa
se le ocurrió asaltada por las dudas de la viabilidad de una vida
eterna en el cacareado paraíso. Pensaría la buena mujer aquello de:
“Lo que va delante, va delante” Y por lo menos ella descansaría
tranquila, sabiendo que su “Paco” acabaría junto a lo que había
amado tanto en vida.
Llegados a este punto de
la historia, creo necesario cambiar el enfoque, y presentar a los
otros protagonistas: El capataz de la procesión, los costaleros, y
el público.
No puedo llegar a imaginar
el gozo que supone para alguien decir: “Yo soy el capataz del
Cachorro” Una de las procesiones más famosas de Sevilla y con más
prestigio. Para los que no estén puesto en la liturgia cofrade, les
diré, que el capataz, es el encargado de dirigir la marcha del
“Paso” los ojos de los costaleros, que son los portadores del
cristo y que no ven nada, escondidos bajo los faldones del
impresionante armatoste. Así que ese hombre de voz férrea, se
impone a la música de la banda para mandar parar, girar, andar,
mecer o levantar el paso, bajo las admiradas miradas de miles de
personas que acuden entregados a ese baño de fe, miles de ojos
clavados en ese cristo, ojos llorosos, implorantes, contritos.
Supongo que nadie se
extrañaría de aquella anciana que se paró ante el paso, que
extasiada y llorosa contemplaba la humana y sufriente imagen de ese
cristo idolatrado. Aquella anciana que con gesto mecánico y mientras
rezaba una plegaria desenroscaba la tapa de una urna que portaba ¿Una
urna? Si, una urna, concretamente una funeraria, donde los restos de
su “Paco” reposaban, hasta ese momento quiero decir, porque la
señora, ni corto ni perezoso, arrojó las cenizas de su cremado
esposo contra el paso del Cachorro. Calculo que un kilo, o kilo y
medio de ceniza apelmazada, que en su mayoría fue a parar a la
espalda del capataz, y a las narices de los costaleros y del público
que rodeaba el paso.
Ante unos primeros
segundos de estupor, los testigos hablan de los gritos que daba el
capataz: ¡Un muerto! ¡Me han tirado un muerto encima! Los
costaleros de delante, que vieron una nube de polvo colarse por las
celosías que hacen de respiradero, y los gritos de la gente que
manoteaba en el aire espantada.
Y aquella devota mujer
preguntándose ¿Por qué tanto escándalo? ¿Acaso no había sido su
marido cofrade durante treinta años?
El pobre capataz que
seguía chillando, a punto de sufrir un síncope, pidiendo a gritos
que le trajeran una chaqueta limpia, e implorando a su ayudante que
se lavara las manos...
Esto es lo que más gracia
me hace, tanto predicar el perdón, la ayuda al necesitado, el
paraíso, y luego el contacto con lo terrenal es lo que los pone en
evidencia, las cenizas de un muerto, la mugre de un indigente, el
olor de la miseria, la presencia de un excremento... Me da a mí, que
estos quieren el cielo para ellos solo, un calco de sus vidas
programadas e impolutas donde sigan poniéndose la corbata debajo del
batín, y donde nadie haga nada fuera de lo establecido, de ahí, que
esa señora y el difunto, sean auténticos héroes de barrio, porque
de manera fortuita, los pone en evidencia y muestran su verdadero
rostro, uno que queda muy lejos de lo que se hartan de predicar.
El reverendo Yorick.
1 comentario:
La Andalucía profunda... tan somera.
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