El amor puede ser
horrible, una pesadilla. Puede ser épico, mentiroso, iluso, falso,
descabellado, tiránico, ejemplar, desquiciante, complaciente,
paciente...
Todas esas variaciones
simplemente para esconder el miedo a la soledad, para buscar el
reconocimiento, para intentar dar un sentido a nuestra enfermiza
forma de vivir. Todo ese afán por conquistar a otra persona para
ponerla de nuestra parte, para hipotecar su complicidad.
Estamos condenados a
amar, condenados a cumplir con la pauta fundamental de nuestra raza
que se nos inocula desde el nacimiento: la búsqueda del gregarismo,
cumplir la máxima de que la unión hace la fuerza. Estamos hurdidos
y condenados a buscar a alguien que nos asista, que nos comprenda,
que nos haga respirar aliviados porque ya somos como los demás. Ya
estamos con alguien, y podemos afirmar con orgullo que estamos
integrados, que hemos cumplido con lo que se esperaba de nosotros.
Ahora tranquilamente descansaremos dentro del redil, los perros
vigilan la entrada y ya no hay amenaza que nos quite el sueño.
Y comienza la otra parte
de la historia, la rutina, el abandono mutuo, la perdida del respeto,
el hastío, la aceptación, la mentira heredada de que así son las
cosas y hay que aguantar hasta el fin, hasta que uno de los dos
reviente primero. Se normaliza un campo de batalla cotidiano que es
el domicilio conyugal, donde se pelea por ínfimas parcelas de poder,
en el colmo de la miseria se combate con las armas más pérfidas y
todo por no reconocer la mentira donde instalamos la vida, Se dice
con la boca llena que se ama a la otra persona, que es el amor de
nuestra vida, con lagrimas en los ojos prometemos amor eterno, y con
la otra mano abrimos la puerta de la celda donde ejercer la tiranía
el resto de la vida.
Ante estas afirmaciones
solo queda la realidad, el acto heroico, la lucidez dolorosa del
abandono. Si alguna vez ese hechizo se presenta de veras, y la
comunión con la otra persona ocurre. ¡Vívelo! A poder ser hasta
morir, pues si de verdad la quieres, la amas, o lo que sea, solo
quedará abandonar el barco, sufrir toda la vida el haber tenido la
suerte de cara alguna vez. Como aquel bonaerense auto exiliado en
París que abandonó a la Maga, aquella de lógicas primigenias que
desarmaba los sesudos razonamientos de Horacio. Aquella criatura
llevada por los instintos que rozaba los límites de la experiencia,
aquella que lloraba de miedo, que bautizaba a su hijo con nombres
imposibles.
A esa soledad sincera se
llega con lágrimas, con la duda instaurada, con vértigo de no saber
adonde dirigir los pasos. A veces se sale de ese trance con cierto
control, y otras nos arrojamos rendidos y acobardados en manos de
cualquier Geprekten amantísima y servicial donde lamentar el vacío
para el resto de la existencia.
Yorick.
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