A
veces, paseando por las ciudades, suelo fijarme en esos alcorques o
parterres que suelen dejar en las aceras para plantar árboles.
Árboles que en el caso de existir suelen estar raquíticos o
enfermos, polucionados de civilización y empachados de cemento. En
alguna ciudad, al borde de esos alcorques, se observa a veces un
pequeño azulejo con un nombre y una fecha de nacimiento. A algún
concejal se le ocurriría la idea de aunar la natalidad municipal con
la plantación de árboles. Hoy, todos los parterres están vacíos
de todo, salvo de excrementos de perros papeles y colillas.
Imagino
a esos padres haciendo suyo aquel dicho que decía que en la vida hay
que hacer tres cosas: Plantar un árbol, tener un hijo, y escribir un
libro.
Muchos,
gracias a las facilidades municipales harían las dos primeras, y
algunos se atreverían con la tercera.
Desde
mi punto de vista, las tres experiencias son decepcionantes y duras.
El
libro que he escrito, permanece encima de mi mesa, a la espera de que
decida que hacer con él. Es el resultado de veinte años de
escritura dispersa y errática, y contiene demasiados sentimientos
para que no de pavor lanzarlo por el mundo. Sentir la desnudez del
alma una vez que sea leído y juzgado por los demás. Y al mismo
tiempo, no deja de provocar curiosidad el saber que aceptación
tendría, un dilema en definitiva.
El
siguiente asunto, el de la paternidad, tampoco ha sido un camino de
rosas. Echando la vista atrás, sobre los diecisiete años que tiene
mi hija, me encuentro que este recorrido temporal y vivencial ha
tenido más de calvario que de experiencia satisfactoria. Mi pronta
separación de su madre, el miedo a perder a mi hija, la presión
social, las dificultades y desacuerdos educativos, la frustración de
una separación forzosa con mi hija. Las desavenencias con ella según
se fue haciendo mayor, las incertidumbres sobre su futuro.
Un
calvario que está lejos de terminar, y donde te queda siempre la
sensación de ser el perdedor.
Y
la tercera parte, la de plantar un árbol, no ha ido mucho mejor. No
es cuestión de abrir un agujero en el suelo, plantar el esqueje,
regarlo y adiós. Es mucho más complejo, las posibilidades de que
ese pequeño tronco llegue a ser un ejemplar adulto son muy pocas.
Una vez leí que para que un árbol sea adulto, han de pasar sobre
veinticinco años, entonces y solo entonces, se podrá hablar de
absorción de anhídrido carbónico y expulsión de oxígeno. Sin
entrar en aspectos tan técnicos, yo he plantado muchos árboles, y
no he visto sobrevivir a ninguno. Mi última y frustrante
comprobación me dejo clara la fragilidad de estos seres vivos, y las
dificultades para crecer.
Hace
años me fui a vivir al campo, rodeado de bosques y vacas. Tenía una
finca donde abundaban los castaños, los robles, abedules y frutales,
pero no había ningún acebo. Yo adoraba estos árboles, y empujado
por una tonta codicia deseaba uno. Un día, en uno de los largos
paseos que daba por la región, observe al borde de un camino un
pequeño acebo cuya supervivencia estaba amenazada por la cercanía
del camino. Las huellas de los tractores pasaban a pocos centímetros
y seguro alguno de ellos no tardaría en aplastarlo. No lo dude, fui
a casa y volví con una azada dispuesto a llevármelo.
El
pequeño árbol no tuvo dificultades para crecer en casa, y pronto
otros como él. Aunque algunos sufrieron la voracidad de unas ovejas
que criaba por aquel entonces.
Un
día tuvimos que dejar aquella casa, y allí quedaron los árboles.
Tarde unos años en volver, cuando lo hice, los nuevos dueños habían
talado y limpiado las lindes de la finca y talado algunos árboles,
pero los acebos que yo había plantado seguían allí, hermosos y con
sus dos buenos metros de altura. Estaban preciosos, y yo lleno de
orgullo, pensaba que lo había conseguido, que ya nada impediría que
aquellos ejemplares llegaran a adultos. Estaba equivocado.
Hace
unas semanas volví a aquella maravillosa tierra, y pasé cerca de la
casa. Los dos acebos estaban arrasados, triturados bajo las potentes
mandíbulas de dos caballos. Un tronco pelado era lo que quedaba de
ellos, después de diez años.
A
veces me pregunto ¿Quiénes somos nosotros para inmiscuirnos en el
ciclo de la vida?
Creemos
estar por encima de muchas cosas que ni siquiera entendemos.
Vuelvo
a vivir en el campo, lejos de donde lo hacía antes, sigo plantando
árboles, pero no espero nada. En el fondo hago como que los ignoro,
por miedo a quererlos demasiado. Intento no meterme, dejarlos. Los
árboles que ya había en la casa, ni siquiera los podo. Quiero
entender que no me pertenecen, que seguro saben arreglárselas sin
mi.
Ellos
crecen...Yo también.
Yorick.
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