KARLHEINZ
DESCHNER
23 mayo
de 1924. BAMBERG, Alemania
8 abril
de 2014.HABFURT. Alemania
DESERTEMOS DE ESTA IGLESIA (El recopilador añade: de ésta y de cualquiera
otra jodida IGLESIA y de cualquier otro DIOS, ¡Qué coño!)
"Los crímenes pequeños son objeto
de persecución por parte de perros y policías. Los grandes son objetos de
reverencia por parte de los historiadores."
K.D.
"Deschner
es el crítico de la iglesia más importante de nuestro siglo."
¿Por qué
seguimos prestando atención a un cadáver? ¿Al cadáver descomunal de un engendro
histórico? ¿A los despojos de un monstruo que ha perseguido, destrozado y
devorado a un sinnúmero de personas (hermanos, prójimos, criaturas hechas a
semejanza de Dios) con la mejor conciencia y el más sano de los apetitos y eso
a 1o largo de milenio y medio a impulsos del ansia de sus fauces o por
consideraciones de utilidad. Todo para mayor gloria de su Moloch y para cebarse
a sí mismo con creciente voracidad: padres y madres, niños y ancianos, enfermos
y tullidos, pobres de espíritu y genios, millones de paganos, millones de
judíos, millones de brujas, millones de indios (¡por lo menos 15 millones en
una sola generación!), millones de africanos, de cristianos. Todos dados al
demonio, matados y digeridos -así a lo largo de la historia y hasta casi
nuestros días con la matanza en los años 40 de casi 700 mil ortodoxos servios
en la que tuvo parte activa el mismo clero católico ¡con los franciscanos a la
cabeza! y no sin la bendición y el beneplácito de Eugenio Pacelli, el papa Pío
XII, esa aparición tan perfectamente seráfica, este asceta tan ampliamente
venerado, casi divinizado, tan austero y altruista, por lo demás, tan entregado
de por vida al ideal de pobreza evangélico que él (no puedo menos de repetirlo
incesantemente) no dejó sobre la tierra más que un mínimo peculio, un óbolo de
San Pedro o, por así decir, de Eugenio, de Pacelli, por un monto de 80 millones
de marcos en oro y divisas –propiedad estrictamente privada, penosamente ganada
por la propia laboriosidad y el ahorro (pues sólo una cosa es necesaria, ¿no es
verdad?)- por lo que, como premio a tan apostólico estilo de vida, a tan
hermosa imitación de Cristo, tiene también en perspectiva una canonización cada
vez más próxima ¡Ay!, ¿Qué sátira de la literatura mundial es mejor o tan buena, o
siquiera, la mitad de buena que la vita del más famoso de
los papas de nuestro tiempo? Y mientras el tío Eugenio, santo
hasta los dedos tenues, delgados y largos, (jOh! ¡Qué inolvidable era el modo
como solía usarlos para bendecir!) metía en sus sacos los 80 millones, sus tres
sobrinos, dotados de óptimas prebendas tanto en la Santa Sede como en
el big business se embolsaban 120 millones. ¿Y
cuántos católicos tuvieron que sucumbir entonces a la miseria, morir de hambre
o reventar de mala manera?

¿No se
hace con ello más comprensible nuestra pregunta preliminar, nuestra,
aparentemente, tan anacrónica autopsia: la de por qué permanecemos todavía
junto a esa abominación de lenguas angélicas que lleva ya doscientos años
muerta, limpiamente abatida por algunas de las mejores cabezas del mundo, pero
que, en último término, espichó por culpa de sí misma, por causa de su temible
sed de sangre (mientras la Buena Nueva enseña el amor al prójimo y a los
enemigos) y por causa de su falsedad sin igual (mientras ella se autoalaba como
hontanar de la verdad, que dispensa en exclusiva la Bienaventuranza)? Seguimos
junto a ella porque su estómago prodigioso -lo único prodigioso en ella- está
aún presente por doquier, se pudre a la vista de todos, más mimada y cebada que
las vacas sagradas de la India (que al menos están vivas y llenas de candidez);
porque su olor llena por todas partes el aire, el mundo; porque sus vaharadas
nos llegan aún desde los hábitos y las sotanas, desde las catedrales y los cuarteles,
desde los parlamentos, desde los artículos de la ley, desde los textos
escolares, desde las hojas de pacotilla
y las emisoras. Por todas partes pervive aún la Edad Media, por todas partes se
oye el pío lloriqueo, los jubilosos aleluyas y los clamores de pascua. Y
después: despojarse del yelmo para la plegaria y sumirse en la fosa nuclear
común, pues incluso la guerra atómica es legítima para los cristianos tipo catch as can catch; hasta las bombas atómicas pueden
ponerse al servicio del amor al prójimo -según ellos proclaman- y hacer de
buhoneros del espíritu de San Francisco y de la teología de la cruz aunque sea
hasta el hundimiento colectivo. «Pues -opina el Pater Gundlach, profesor y
rector de la universidad papal bajo Pío XII, cuyas visiones atómicas (aprés nous le déluge) propagó con elocuencia -tenemos,
en primer lugar, la certidumbre de que el mundo no durará y, en segundo lugar,
no tenemos la responsabilidad del fin del mundo. En tal caso podemos decir que
Dios nuestro Señor...».
¿Podrán
decirlo realmente después del fin del mundo? ¿A quién podrían decírselo? Es
igual, en ellos no hay ningún absurdo que sea imposible, ni tampoco ningún
crimen. Lo que cuenta: que se efectúe con ayuda de Dios nuestro Señor.
Generación tras generación, han mentido, torturado y masacrado en su nombre.
Con su ayuda han teñido de rojo, a fuerza de sangre, ríos y arroyos, y han
levantado túmulos de cadáveres a través de la historia. Con Dios contra los
paganos. Con Dios contra los judíos. Con Dios contra los lombardos, los
sajones, los sarracenos, los húngaros, los británicos, los polacos. Con Dios
contra los albigenses, los valdenses; contra los campesinos rebeldes de
Steding; contra los husitas; contra los rebeldes de Flandes, los hugonotes;
contra la revuelta campesina. Con Dios contra los protestantes y con Dios
contra los católicos. Con Dios, sobre todo, en las propias luchas intestinas.
Con Dios en la Primera y la Segunda Guerra mundial. Seguro que también con él
en la Tercera. Fiestas sacrificiales y ecuménicas sin parangón: pues incluso en
el trecho final del siglo XX se siguen celebrando por doquier,
con un máximo de medios destructivos y un mínimo de humanidad. Todavía en el
umbral de la era atómica impera el más puro ethós caníbal. Impera aún por todas
partes, cuando el hombre ha asentado ya su pie en la luna (desde luego para,
llegado el día, seguir matando allí o desde allí), una mentalidad de matarife
propia de la Edad Media. Por todas partes ese olor cristiano a carroña,
entreverado de incienso, de Palestrina y de la facundia del Pater Leppich.
Cuatrocientos años después de Bruno, trescientos después de P. Bayle,
doscientos después de Voltaire, cien después de Nietzsche, cincuenta después de
Freud, cl número de los que abandona esta Iglesia es vergonzosamente escaso,
fatalmente escaso. Una Iglesia que, generación tras generación, no sólo entregó
sus antepasados al matadero del Estado -si es que no los mató ella
directamente- sino que además los depauperó del modo más horrendo durante un
milenio y medio, una Iglesia a la que ya K. Kautsky llamó la «máquina de
explotación más gigantesca que el mundo haya visto jamás».
¡Tiene su
razón de ser el que precisamente los papas, los vicarios de Cristo,
-testimoniando desde luego con ello la más tremenda indigencia de espíritu de
la historia universal, algo que los deja completamente en evidencia -hayan
prohibido severamente, de siglo en siglo, la lectura de la Biblia en los
idiomas vernáculos y que hasta 1897 la haya hecho depender de la Inquisición
romana! Pues así como todas las masacres, las campañas genocidas, las matanzas
de paganos, los pogroms contra los judíos, las
persecuciones de herejes, las hogueras, los postes de tormentos, los calabozos
de brujas, las cámaras de tormentos, las cruzadas, todas las degollinas que se
pretendían fuesen gratas a Dios, las incontables guerras, grandes y pequeñas,
en las que la Iglesia estuvo directa o indirectamente envuelta (¿y en cuántas
guerras europeas no lo estuvo?) así como todos esos modos de asesinar nada en absoluto tienen que ver con
aquel que sólo quería la paz y el amor a los enemigos, así también la política clerical
de explotación, que extendió desde la antigüedad una miseria inimaginable, está
en crasa contradicción con aquel Jesús que, según la Biblia, vive en una pobreza
total, fustiga acremente al «Injusto Mammon» (Dios de la opulencia) y el
«engaño de la riqueza», exige de sus discípulos la venta de todos sus bienes y
la predicación del Evangelio sin llevar dinero en el cinto.
Sin
embargo, ya en el siglo III los obispos se conceden a sí mismos el derecho de
cubrir todas sus necesidades a costa del erario de la Iglesia. En el siglo IV
se convierten en aliados de un estado que sangra a sus súbditos como una
sanguijuela. En el V, el obispo de Roma se convierte ya en el mayor
latifundista del Imperio Romano. Durante mucho tiempo se sofocan por doquier
protestas políticas, se reprimen los disturbios sociales entre los cristianos
de Africa, España y las Galias y con gran elocuencia se promete a los pobres la
felicidad en el más allá, una razón, y no la última, para extraerles mejor el
jugo en el más acá. Ya en el VI se recauda el diezmo eclesiástico -motivo de
interminables lamentos- legalizado después por Carlos «Matasajones»
(Carlomagno) y que la Iglesia ha venido percibiendo hasta el siglo XIX. En el
siglo VIII obtiene, mediante dolo, el Estado Pontificio, confirmado y aumentado
una y otra vez por los soberanos francos y sajones, capaz, finalmente, de
combatir por sí mismo, armado hasta los dientes, con ejército y marina propios.
La Iglesia hace presa de todo cuanto se deja apresar, desde castillos aislados
hasta ducados enteros. Roba todo cuanto esté al alcance de su mano: ya en el
siglo IV el patrimonio de los templos paganos, en el VI el patrimonio de todos
los paganos en general. Después las posesiones de millones de judíos expulsados
o asesinados; los bienes y enseres de los herejes carbonizados en la hoguera y,
a menudo, también los de los brujos y brujas que corrieron igual suerte. Y si
la Iglesia trata abusivamente a quienes discrepan de ella, también hace lo
propio con los mismos fieles, imponiendo a cada paso nuevos impuestos elevando
los antiguos, cobrando arriendos, intereses. Por medio de extorsiones,
indulgencias, patrañas de milagrerías y el fraude de las reliquias. Y se daba
más de una vez el caso de que el dinero se recaudaba mediante la excomunión,
los interdictos o por la fuerza de la espada. Comprensiblemente el pueblo
italiano fue el más expoliado y Roma se convirtió en la ciudad más miserable y
más levantisca del Occidente. El número de sus habitantes disminuyó de dos
millones, en la época pagana, a 20.000 en el siglo XIV.
La
Iglesia posee en la E.M. -no sólo, desde luego, gracias al pillaje y la guerra,
sino también gracias a las donaciones de aquellos con quienes se alió para esas
fechorías- un tercio de todo el suelo europeo, que ella hacía cultivar por
siervos a quienes tenía con frecuencia en menos estima que al ganado. ¡No es
casual que en la época de máximo florecimiento del cristianismo un campesino de
esa condición social apenas valía la mitad de un caballo! Tampoco lo es el que
la Iglesia, necesitada de mano de obra barata para sus cada vez más extensas
posesiones a partir del siglo IV, consolida y endurece la esclavitud, llegando
a ser muy probablemente la mayor propietaria de esclavos. Ni lo es el que fuese
ella quien hizo imposible la manumisión -algo que no se dio en ningún otro
lugar- en cuanto que "bienes de la Iglesia", mientras que, de siglo
en siglo, impone nuevos procedimientos de esclavización. No es,
consecuentemente, casual que el «obsequio de Dios» como la llama el Doctor de
la Iglesia Ambrosio, la «Institución Cristiana» como Tomás de Aquino y tras él
Egidio Romano, denominaron a esta esclavitud, adquiera un nuevo auge en el Sur
de Europa a finales de la E.M. Ni lo es el que el esclavismo moderno, el de los
negros en América del Norte -continuación inmediata de la esclavitud de la E.M-
se apoye en los mismos argumentos teológicos el de la igualdad de los derechos
religiosos y el del designio divino. Con otras palabras: mientras que el
esclavo obedecía otrora por pura impotencia y mero temor, ahora la Iglesia
cristiana le imponía su obediencia de cadáver viviente como una obligación
moral. (Y en el fondo no sólo a él sino igualmente a todos los soldados, a
todos los civiles, a los cristianos en general).
Pues la
Iglesia, sea de ésta o aquella confesión, estuvo siempre del lado de los
esclavistas, de los explotadores. La Católica, que ya desde la Antigüedad alabó
por boca de San Agustín el ideal de la «pobreza cargada con las fatigas
del
trabajo» consolaba a los esclavos con la idea de que su destino era designio
divino, al tiempo que hacía ver a sus señores cuántas ventajas se derivaban
para ellos de aquella influencia consoladora. También la Iglesia de Lutero, que
no tardó él mismo en traicionar, como sólo sabe hacerlo un curángano, a los
campesinos sometidos a una sangrante explotación, a quienes vendió a los
príncipes de la nobleza. Éstos fortalecieron con ello su poder que duró así hasta
el siglo XX. Asimismo la cúpula dirigente de la Iglesia de Inglaterra a quien
dejaba totalmente fría la horrible miseria de los obreros agrícolas y fabriles
-en bastantes aspectos peor que la de la antigua esclavitud- y que como dice
Marx: «estaba antes dispuesta a perdonar un ataque a 38 de sus 39 artículos de
fe que a una 1/39 parte de sus rentas». Y lo mismo vale decir de la Iglesia
Ortodoxa Rusa que poseía, incluso hasta 1917, un tercio del suelo y que
estrujaba al pueblo no menos que el Zar a cuyo poder había que someterse
porque, según rezaba el primer artículo del Código Imperial «Dios mismo lo
ordena». Ya se ha dicho más arriba: todo en el nombre de Dios. Las guerras en
el nombre de Dios. La pobreza en el nombre de Dios. Hoy igual que ayer, pues aunque
los métodos hayan, ciertamente, variado (por la fuerza de las cosas, que
conste) la explotación ha permanecido.

¿Pues de
dónde proviene el enorme capital que atesoran hoy las iglesias? A la cabeza de
todas la Iglesia Católica, que sigue siendo la mayor propietaria en tierras de
todo el orbe cristiano, cuyas acciones y otras participaciones en capital se
estimaron en 50.000 millones de marcos, eso hace un decenio; que tan solo en
Roma controla una docena de bancos y a la que también pertenece de facto el
banco privado más grande del mundo, el Banc
of America, del que posee el 51% de las acciones, a la vez que guarda
grandes reservas en oro en Fort Knox e invierte capital en empresas de las más
diversas clases, en grandes firmas españolas, en compañías petrolíferas
francesas, en centrales de gas y de energía argentinas, en minas de estaño
bolivianas, en factorías de caucho brasileñas, en las industrias
norteamericanas del acero, en la General Motors, en Alitalia, la mayor de las
compañías aéreas italianas y en la empresa automovilística Fiat. Asimismo en
una larga lista de compañías italianas de seguros y de la construcción, en
compañías alemanas de seguros de vida y bienes, en la Fábrica de Anilina y Soda
de Baden (BASF), en las fabricas de colorantes de Leverkusen, en la Sociedad
Alemana de Petróleos, en las Centrales Eléctricas de Hamburgo, en la Industria
Minera de la Hulla de Essen, en las Acererías Renanas, en la Unión de Factorías
Alemanas del Acero, en la Sociedad Azucarera del Sur de Alemania, en la Sociedad
de Máquinas de Hielo Linde, en la Siemens & Haske SA, en la Mannesmann SA,
en la BMW etc, etc, [esto en Alemania, figúrese el lector la lista completa
mundial] para no hablar de los bancos de su propiedad.
Iglesia,
guerra y capital van tan unidos desde Constantino hasta hoy, se han amalgamado
de modo tan evidente en una única historia del espanto, que sus mismos
defensores reconocen hoy abiertamente que no todo en ellos es ideal y divino; que precisamente su historia
terrenal transcurre a veces de forma muy humana, quizá demasiado humana. Ahora
bien, el concepto de lo humano, incluso el de lo demasiado humano, resulta un
tanto forzado por una religión que, justamente como religión resueltamente
partidaria del amor al prójimo y a los enemigos, ha degollado o ha hecho
degollar a su prójimo y a sus enemigos peor que si fuese ganado. Y no una, diez o cien veces, sino
a lo largo de milenio y medio. Que, directamente o indirectamente, ha matado
más personas que cualquier otra religión del mundo y, presumiblemente, más que
todas las restantes juntas. Y también se hace cierta violencia al concepto de
lo humano e incluso al de lo demasiado humano cuando quien toma cabalmente como
«ejemplo» a aquel que, con todo rigor, continuó el rudo anticapitalismo de los profetas
judíos y de los esenios, que vivían con todos sus bienes en común; aquel que
enseñó «no alleguéis tesoros en la tierra...», «vended vuestras posesiones y
dádselas a los pobres», «quien quiera seguirme,
que renuncie a todo cuanto posee» y otras cosas
parecidas, se convierte, para decirlo una vez más con palabras de
Kautsky, en «la máquina de explotación más gigantesca del mundo». Y también se
fuerzan aquellos conceptos cuando, tras cuantiosas pérdidas en tiempos más
ilustrados, alcanza nuevamente en nuestro siglo las riquezas mas colosales en
alianza con Dios y con los supergánsteres del fascismo -desde Mussolini hasta
Pavelic pasando por Hitler y Franco-.
Riquezas que aumenta sin cesar gracias a las limosnas, los donativos, los
impuestos y a una enorme participación en la industria europeo-americana,
incluida la industria del armamento. Riquezas que se ve incluso, obligada a
aumentar, como concede gustosa porque, descontadas la acción pastoral castrense
y la estupidez humana, únicamente el dinero constituye la roca de San Pedro, el
fundamento sobre el cual descansa actualmente el cristianismo (no sólo el de
Roma) y sobre el cual se pudre, insignificante salvo para los cráneos
primitivos y para los aprovechados.
Se admite
que el ideal del Evangelio ha puesto el listón muy alto, que uno no está ya
legitimado para condenar al cristianismo y a la Iglesia por el hecho de que no
lleguen a satisfacer plenamente, ni a medias, ni en menor proporción aún ese
ideal. Pero, repitamos, tampoco se puede estirar el concepto de lo humano o de
lo demasiado humano tanto como lo hace quien, de siglo en siglo, de milenio en
milenio realiza exactamente lo contrario, en una palabra, quien a través de
toda su historia se ha acreditado como compendio, encarnación verdadera y cima
absoluta de una criminalidad de dimensiones histórico-mundiales. De una
criminalidad en comparación con la cual incluso un sanguinario perro de presa
hipertrofiado como Hitler aparece como un caballero, puesto que él siempre
predicó la violencia desde un principio y no, como
la Iglesia, la paz.
Por lo
demás, el contraste estridente entre ideal y realidad generó pronto la
inconfundible marca distintiva de todos los cristianismos eclesiásticos: el
factor ya dominante en él desde la antigüedad y que envenenó la existencia de
66 generaciones cristianas, a saber, el de una prolongada hipocresía. Aquel
contraste propició asimismo una habilidad exegética verdaderamente inconcebible
para tergiversar y retorcer todas las palabras de Jesús éticamente esenciales.
Se usó de la mentira para añadirles un nuevo sentido, para eludir o falsear el
que ya tenían o bien para escaparse de sus implicaciones, siempre al dictado de
sus necesidades, con más cinismo y falta de carácter que honestidad y humanidad
en la mente.
Pues las
iglesias cristianas no sólo se han desacreditado de un modo absoluto desde una
perspectiva pacifista y social sino también a la vista de un tercer aspecto que
hemos de considerar aún. Me refiero a la cuestión de la verdad, pues ya los propios fundamentos de su fe
están completamente en desacuerdo con aquella. Incluso suponiendo, por lo tanto,
que esas iglesias después de tantos siglos de pillaje y asesinato se
regenerasen convirtiéndose en comunidades éticamente intactas, en el summum de la humanidad (lo cual está
prácticamente excluido de antemano, pues viven de la sangre que entregan al
Estado): incluso en un caso así, carecerían de toda credibilidad dogmática,
pues apenas tienen nada en común con Jesús, sino que todo las separa de él
-algo que sabemos, afortunadamente, no por los malvados librepensadores, sino
por generaciones enteras de teólogos cristianos de cuyo eminente trabajo y
rigurosa meticulosidad apenas sí puede hacerse una idea el profano.
No
sabemos con seguridad si la figura de Jesús de Nazareth, silenciada por todas
la fuentes históricas no cristianas de su siglo (a pesar de los ciegos que ven,
los paralíticos que caminan y los muertos que resucitan), es histórica. Lo que
sí sabemos seguro es que el Jesús bíblico, cuyo ethos radical merece alto respeto, por
muy irrealizable que aquel pueda ser para las masas, se equivocó en su
convicción básica e inquebrantable, la del próximo final del mundo y de la
pronta llegada del Juicio: como pasó con todos los restantes vocingleros de la
alarma apocalíptica, los profetas escatológicos judíos e iranios anteriores a
él y toda la cristiandad primitiva tras él.
Sabemos
con seguridad que los evangelios -a los que los más prominentes teólogos de
nuestro siglo caracterizan como una colección de anécdotas no interesada en una
narración histórica y que ha de ser utilizada con extremada prudencia- no
proceden de uno de los primeros apóstoles ni tampoco de un testigo ocular. Por
lo demás, fueron compuestos decenios después de la presunta muerte de Jesús, a
partir de narraciones que circulaban de boca en boca y de la propia inventiva
de los evangelistas. Hasta muy adentrado el siglo II, la propia cristiandad no
los consideró santos e inspirados. De ninguno de ellos, y eso vale también para
todos los escritos bíblicos, nos consta su texto original, su redacción
primigenia, sino que sólo disponemos de copias de copias. Es asimismo seguro
que los copistas efectuaron alteraciones intencionadas e inintencionadas,
armonizaciones, ampliaciones, correcciones, por lo que el texto bíblico
original no puede ser fijado con seguridad, ni a veces, con verosimilitud. Las
posibles versiones han crecido, en cambio, hasta llegar a una cifra que se
evalúa en unas 250 mil variantes de posible lectura.
Sabemos
con seguridad que en el cristianismo, como en toda la cultura de la Antigüedad,
se permitió desde el comienzo la mentira pía, algo perteneciente en cierto modo
a los usos del tiempo, de manera que no es únicamente Pablo -bajo cuyo nombre
circulaban algunas cartas total o parcialmente falsas- quien confiesa que de lo
que se trata es única y esencialmente de predicar a Cristo «de cualquier
manera, sea hipócrita, sea sinceramente" (Flp. 1,18), sino que también
Doctores de la Iglesia como Juan Crisóstomo, patrón de los predicadores, aboga
abiertamente por la necesidad de la mentira en aras de la salud del alma y
hasta se remite para ello a ejemplos del A.T. y del N.T. Incluso Orígenes, uno
de los cristianos más eminentes y más nobles, permite abiertamente el engaño y
la mentira como «recursos salvíficos». La definición que Nietzsche hace del
cristianismo como arte de mentir sagradamente queda también confirmada por toda
la investigación bíblica del cristianismo protestante. «Las falsificaciones
-escribe en nuestros días el teólogo C. Schneider en su gran obra Historia Cultural del Cristianismo Antiguo- se inician en la época
neotestamentaria y no han cesado ya nunca».
Sabemos
con seguridad que Jesús resulta gradualmente divinizado desde el evangelio más
antiguo, el de Marcos, hasta el más reciente de Juan pasando por los de Mateo y
Lucas, sin que, en general, se le identificase con Dios hasta bien entrado el
siglo III. Se le subordinaba claramente a él y esa subordinación constituía
doctrina universal de la Iglesia. Con igual seguridad sabemos que los
evangelios más recientes corrigen sistemáticamente a los más antiguos,
idealizando gradualmente, no sólo la figura de Jesús sino también la de sus
discípulos, aumentando también el número y el rango de los milagros de aquél.
Sabemos
con seguridad que tampoco los primeros apóstoles tenían por Dios a Jesús y que
la llamada profesión de fe apostólica no procede de los apóstoles, ni
corresponde a sus convicciones religiosas, sino que fue compuesta en Roma, hacia finales del siglo II y que
durante el siglo III aún poseía, según en qué región, distintas variantes
textuales hasta que fue definitivamente fijada ya en la E. M.
Sabemos
con seguridad que Pablo, el auténtico fundador del cristianismo, ignora
ampliamente la persona de Jesús y que modificó su doctrina hasta los
fundamentos. Que no solamente introdujo en la concepción cristiana el
ascetismo, el desprecio fatal de la mujer y la difamación del matrimonio, sino
que también estableció una serie de dogmas completamente nuevos, estrictamente
contrarios al mensaje de Jesús, tales como la doctrina de la predestinación, la
de la redención y la totalidad de la cristología. Que entre él y los apóstoles
de Jerusalén surgieron conflictos teológicos que duraron toda una vida y que en
el cristianismo no hubo nunca una concepción unitaria de la fe, ni siquiera en
la comunidad primigenia y sí, por el contrario, muchas docenas de «confesiones»
en el siglo III y cientos de ellas en el siglo IV, todas las cuales rivalizaron
entre sí hasta que se impuso como vencedor el catolicismo. Ello fue así porque
este último adoptó todo cuanto se le acomodaba de las otras grandes «herejías»
evitando, con habilidad, ciertos extremos. También porque era el mejor
organizado y el más brutal en la lucha por sobrevivir. La historia del dogma no
es otra cosa que una interminable cadena de intrigas y violencias, de
denuncias, sobornos, falsificación de documentos, excomuniones, proscripciones
y asesinatos.
Y con
todo -y también esto lo sabemos con seguridad y es tragicómico hasta la
saciedad- no hay nada
absolutamente en el
cristianismo que pueda reivindicar mínimamente para sí el valor de la
originalidad espiritual o histórico-religiosa. Pues comenzando por sus dogmas
centrales y acabando por sus usos más periféricos, todo ello fue tomado prestado
de los «paganos» o de los judíos: la predicación de la inmediata venida del
Reino, la filiación divina, el amor al prójimo y a los enemigos, la idea del
mesías y del salvador, las profecías acerca del redentor, su descenso a la
tierra, su milagroso alumbramiento por una virgen, la adoración de los
pastores, su persecución ya desde la cuna, sus tentaciones por Satán, su
magisterio, su pasión y muerte (incluso en la cruz), su resurrección (también
al tercer día o después de tres días, es decir, al cuarto día, pues incluso esa
vacilación de los evangelios tiene manifiestamente su explicación en el hecho
de que la resurrección del dios Osiris comenzó el tercer día y la de Atis, el
cuarto día después de su muerte), su aparición corporal ante testigos, su viaje
a los infiernos y al cielo, la doctrina del pecado original, la de la
predestinación, la Trinidad, el bautismo, la confesión, la comunión, el número
siete de los sacramentos, el que los apóstoles sean doce, los cargos de
apóstol, obispo, sacerdote y diácono, la sucesiones en los cargos, las cadenas
de la tradición, la Madre de Dios, el culto a las imágenes de la virgen, los
lugares de peregrinaje, las tablas votivas, la veneración de reliquias, el don
profético, los milagros tales como el de caminar sobre las aguas, conjurar
tormentas, multiplicar los alimentos o la resurrección de muertos. ¿Para qué
seguir enumerando? Nada de esto es original. Todo esto es mero retorno en el
cristianismo y retorna no solamente según su forma externa, como una analogía formal,
como mero paralelismo de los ritos, sino con los mismos contenidos
significativos. Es la pura continuidad bajo otro nombre y a veces ni aun éste
ha cambiado.
Dado lo
precario de los fundamentos de la fe de la Iglesia, la cuestión, hoy tan
debatida, de su reforma se resuelve por sí misma. Pues si realmente se desea
retornar a Jesús -¡esa sería la condición irrenunciable de toda reforma!- lo
cual significa en nuestros días, obviamente, retornar al Jesús que 200 años de
investigación de teólogos críticos han entresacado librándolo de toda la broza
a él adherida, habría que renunciar y desprenderse también de todo cuanto se
es, de lo que constituye el propio fundamento, de los sacramentos, de los
dogmas, de los obispos y del papa. Cualquier reforma cristiana no podía quedar
en modo alguno en mera reforma. Tendría que convertirse en revolución, en
subversión de todas las relaciones humanas. El mero mandamiento del amor a los
enemigos tendría ya, por sí solo, ese efecto, con absoluta independencia de los
resultados de la teología crítica. Lo causaría ya propiamente el amor al
prójimo que el Padre de la Iglesia Basilio, una de las figuras más preclaras de
la antigüedad cristiana (quien regaló de inmediato a los pobres y sin guardar
lo más mínimo para sí todo su patrimonio y todas sus posesiones, siendo estas
tan extensas que debía satisfacer impuestos a tres príncipes) comentaba con
esta frase: "Quien ama al prójimo como a sí mismo no debe poseer más que
el prójimo". (Es, lamentablemente, ridículo analizar ni un solo momento
más las implicaciones de esa idea y lo es, concedamos, a la vista de la
situación en la cristiandad y en la «comunidad»).

No
obstante, y para tratar someramente ideas de reforma menos utópicas: ¿No se han
aplicado reformas desde siempre? ¿No se reformó la segunda generación de
cristianos respecto a la primera, la postconstantiniana respecto a la
preconstantiniana? Reformó Bonifacio y también Hugo de Cluny; se reformó en
Gorze, Brogne, Hiersau, Siegburg, Einsiedeln; también en Constanza, Basilea y
Trento. Roma misma no fue la última en reformarse.
Inocencio
III, quien no sólo se anticipó a Hitler con la estrella judía e introdujo en el
derecho canónico todo un conjunto de sanciones virulentamente antisemitas y
atizó los odios de la cristiandad contra albigenses y valdenses -«... álzate y
cíñete la espada», lenguaje familiar a los cristianos, a raíz de lo cual tan
solo en Beziers se abatió a más de 20.000 habitantes y se dio comienzo a una
guerra de 20 años («santa», por supuesto)- sino que estaba tan absolutamente
implicado en negocios bélicos y financieros que el obispo Jacobo de Vitry se
quejó de que apenas se permitía una conversación sobre cuestiones espirituales,
pasa por ser uno de los grandes reformadores papales. Y Lutero reformó en la única
perspectiva decisiva, siendo, como es sabido más papista que el papa, haciendo
quemar un número de brujas más bien superior, convirtiéndose en un antisemita todavía mucho más fanático
(hasta el punto de que, en el proceso de Nuremberg, Streicher se remitió a él)
pues exigía respecto a los judíos: «Que se prenda fuego a sus sinagogas y
escuelas... que se derrumben y destruyan igualmente sus casas... que se les
arrebaten todos sus libros de oraciones y los Talmudes... que se les prohiba
alabar, dar gracias o rezar a Dios en nuestra presencia y también el enseñar,
bajo pena de pérdida de su cuerpo y de su vida». Lutero, que también exhortó a
la nobleza a «estrangular, acuchillar en privado o en público, quien quiera que
pueda hacerlo, como se ha de hacer con un perro rabioso» a los campesinos
explotados. Reformador de tan gran estilo que él mismo confesó: "Los
predicadores son los peores homicidas... Yo, Martín Lutero, he matado a todos
los campesinos de la revuelta pues ordené que los abatiesen a golpes; toda su
sangre me llega al cuello, pero los remito a Dios Nuestro Señor, quien me
ordenó hablar así».
¡Como
siempre, por supuesto: con Dios! Las peores acciones gangsteriles de la
historia siempre son perpetradas en su nombre. Y así, con Dios, siguieron renovándose
y perfeccionándose, una incesante reformatio
in capite et membris hasta hoy: con masacres cada vez mayores desde el
punto de vista ético, hasta las guerras mundiales celebradas como «cruzadas» y
conducidas con el máximo apoyo por parte de la Iglesia (¡aunque con simultáneas
apelaciones papales a la paz!). Desde el punto de vista dogmático con fábulas
cada vez mayores, hasta la declaración como dogma de la asunción corporal de
María (negada durante siglos por la misma Roma) por parte del tristemente famoso
Pacelli quien, ciertamente, aunque nada inclinado por lo demás a los
proletarios, tenía tan excelentes relaciones con la esposa del carpintero
galileo (como con los dirigentes fascistas, asesinos e incendiarios, y con el
gran capital) que aquélla se le apareció tres días seguidos, a las cuatro de la
tarde, en el año 1950, año
de la definición del dogma.
¡Dios!,
no tengo más remedio que exclamar así, ¿reformadores a estas alturas? ¿Los
impulsores y practicantes del ecumenismo? ¿Las sirenas de la Una y Santa? ¿Los
corifeos del «diálogo con el mundo"? ¿Los portadores del evangelio a los
ateos? ¿Los aperturistas de izquierda y de derecha? Pero, ¿cómo vienen? ¿de qué
ejercen? Está claro: de continuadores de la desgracia, de cómplices de la
jerarquía, la cual podrá, gracias precisamente a ellos, seguir existiendo, en
el fondo, en su integridad y exactamente como hasta ahora: con las prebendas y
el poder de los dispensadores en exclusiva de la bienaventuranza, con obispos
castrenses y curas de campaña, con un ejército de asistentes expertos en
teología de la «moral» y con un papa que cuando todo se derrumbe, implorará
emotivamente ¡paz, paz! (al tiempo que apremia a cumplir con el juramento ante
la bandera). ¿Reformadores? Meros maquilladores de cadáveres. Conservadores a
sueldo de un cadáver que ya huele y no necesita ya de la reforma sino tan sólo
del desollador.
EL BOBO
DE KORIA (RECOPILADOR)